sábado, 29 de septiembre de 2018

UN RECUERDO ENTRE LOS ESCOMBROS

(Creado por Noel)





No podía dejar de leer…


"…y la atmósfera ha alcanzado los 400 milibares. Por fin podemos dejar de usar los trajes de presión. Con simples trajes calefactados y cascos y filtros de CO2 bastará para caminar por la superficie…"


Sus ojos volaban por las páginas, extasiada.


"…las plantas han arraigado, pero sigue faltando mucha agua… y oxígeno…"

"…un par de siglos más…"


Pasó otra página más. Llevaba leyendo absorta toda la noche. Ya casi había acabado. Tanta información…


"¡Un golpe de suerte! Tenemos una posibilidad real de completar el proceso en menos de una década…"

"…tiene 330 kilómetros de diámetro y viene directo del Oort. Su órbita lo acercará mucho tras rodear el Sol…"

"…dentro de 6 años…"

"…hielo de agua casi puro…"

"…los robots acaban de partir para encontrarse con Poseidón-1 tras su paso por Júpiter…"


Tantos misterios revelados. Tanta historia olvidada.


¿Cómo era posible que todo se hubiese perdido?


La respuesta podía estar en aquellas últimas, raídas y frágiles páginas.


"…autorreplicantes construyen cohetes criogénicos para alterar la órbita…"

"…la temperatura ha subido dos kelvin en el último año. Vamos viento en popa…"

"…cuando Poseidón-1 llegue dentro de dos años…"

"…millones de kilómetros cúbicos de agua, vapor y oxígeno. Es la pieza definitiva del proceso…"

"…más agua que la Tierra…"


Una vez más aparecía ese nombre desconocido para todos. El mundo original, según aquel antiguo texto perdido. Un planeta moribundo del que sus ancestros huyeron hace siglos.


"…las maniobras previas han sido satisfactorias. La inserción orbital será tal y como se ha programado…"

"…estallido sónico de hiperfrecuencia, en el corazón de la masa de hielo…"

"…licuar instantáneamente en la atmósfera superior…"

"…mar de Hellas…"

"…polvo de hielo en expansión por todo el planeta…"

"…sublimación y precipitación. Las escorrentías llevarán el agua…"

"… la temperatura media hasta los 280 kelvin…"

"…y de ahí el llenado completo del Norte… el Océano Boreal…"


¿El Gran Océano Norte? ¿Así había nacido?


"…está en rumbo de colisión, tal y como hemos calculado…"

"…aerofrenado, y dos minutos después la gigantesca explosión hipersónica que atomizará el hielo…"

"…lo veo. Es hermoso. Una gigantesca estela de fuego que cruza de horizonte a horizonte. Se dirige justo hacia Hellas. Su forma de cuenco colosal contendrá la onda de choque de la masa de agua…"

"…la explosión sónica ha de producirse justo ahora…"


Unos garabatos incomprensibles y las tres últimas frases, escritas evidentemente a toda prisa.


"…el cometa no se ha licuado…"

"…impacto catastrófico."

"¿Qué ha salido mal?"


Allí acababa aquel arrebatador diario que había encontrado entre los huesos y los escombros del viejo túnel, a 2.500 kilómetros al sur del Mar de Hellas. Enterrado durante cinco siglos. Olvidado, al igual que la historia que contenía.


Allí empezaba una nueva era para su gente. Ahora sabían a ciencia cierta de dónde venían, cómo habían llegado allí y la increíble hazaña de sus antepasados. Se acabó la mitología y el misterio.


Ahora lo sabía todo. Ya sabía quiénes eran.


Ya conocía la verdad del inicio de la Vida en Marte.



IRIA, LA INDOMABLE.

(Creado por Mónica y Noel)



En el seno de un volcán, perdido más allá de la frontera del Confín del Mundo, oculto durante milenios, dormía el mayor secreto de Sabira.

A cuatro días de cabalgata de la Frontera existía una pequeña aldea, una de las tantas poblaciones que habían crecido al amparo de las Atalayas, torres inmensas y antiquísimas, ya abandonadas, construidas en la noche de los tiempos como puestos de vigilancia del Confín del Mundo, el territorio de lo desconocido y lo salvaje. El territorio de las Bestias. El mundo de los Dragones.

Pero los antiguos terrores y las legendarias y sangrientas guerras habían ido quedando olvidados con el paso de las eras, conforme las criaturas del Confín del Mundo y los Naish empezaron a evitar el mutuo contacto. Exceptuando algún Dragón solitario que aún habitaba remotos lugares del Sur, y algunas criaturas marinas gigantes que ocasionalmente recorrían las enormes extensiones oceánicas de Sabira, las Bestias y los Naish cada vez se habían aislado más unos de otros, hasta que las primeras se habían convertido en meras leyendas.

Ahora, las aldeas que crecieron a la sombra de las Atalayas, formadas por los descendientes de las familias de los Vigilantes, vivían en paz sin preocuparse nunca de su cercanía al Confín del Mundo, contando las antiguas leyendas y mitos a los más pequeños y cuidando de sus tierras y sus bosques. No obstante, muy pocos se aventuraban más allá de la Frontera, y sólo para buscar plantas medicinales, o extraños minerales de la enorme zona volcánica más allá de los extensos bosques, con los que fabricar objetos y comerciar.

Dada su situación alejada de las costas, perdida en medio de las agrestes zonas montañosas de la Cordillera Circumpolar, aquella aldea, Riakh, tenía que organizar caravanas de productos, a lomos de los fuertes y dóciles kuorts, las lanudas cabalgaduras que eran las únicas capaces de caminar y sobrevivir en aquellas frías y altas regiones. Se organizaban dos caravanas al año, cada siete meses: una justo al final del invierno, en la época de las Noches Estrelladas, que regresaba al principio del verano; y la otra al finalizar el verano, en la época de las Noches Rojas, que debía regresar justo antes de empezar el invierno y que los pasos de alta montaña quedaran colapsados por las nevadas y las violentas ventiscas.

Riakh recibía pocos forasteros dada su situación tan aislada. Pero los aldeanos, lejos de ser recelosos y desconfiados, formaban una comunidad abierta, unida y hospitalaria. Más que una aldea, parecía una gran familia… aunque de hecho, en la mayoría de los casos así era.

Cada año, justo al inicio de la primavera, tras partir la primera caravana hacia las costas, los jóvenes de las aproximadamente cuarenta poblaciones desperdigadas por la región, se reunían a la orilla del Lago de las Cien Cascadas, con el fin de buscar pareja. Estaban prohibidos los matrimonios de conveniencia, pues los Naish eran muy conscientes que sólo el amor podía guiar las vidas de las familias.

Las parejas que se formaban en las tres semanas que duraban los festejos de las Cien Cascadas, debían escoger dónde vivir. Para que no hubiese conflictos por las preferencias de los jóvenes, y para que las poblaciones se mezclasen lo más posible, cada pareja depositaba una bola coloreada diferente en una bolsa azul. Las aldeas hacían lo propio en una bolsa roja, cada bola representando a una de las localidades. A continuación, cada pareja procedía a extraer una bola de cada bolsa. Así, cada par de bolas decidía, completamente al azar, en qué población viviría cada nueva pareja, durante el primer año de su relación. Si pasado ese año, no se llevaban bien, podían romper su vínculo y volver a las Cien Cascadas, a probar suerte de nuevo.

Las chicas y los chicos no estaban obligados a asistir a los festejos de búsqueda de pareja… pero tampoco estaba muy bien visto que, una vez alcanzada la mayoría de edad, a los 14 años, algún joven no quisiese unirse a sus compañeros en el lago.

E Iria llevaba tres años negándose a asistir.

La muchacha era huérfana, tras perder a sus padres en un trágico accidente en las montañas, cuando era muy pequeña. La aldea al completo la había cuidado, tal y como se venía haciendo desde siempre con los niños huérfanos.

Pero Iria siempre había sido una chica distinta, especial. Inteligente, ingeniosa, vivaz e inquieta, sus intereses siempre habían chocado con el resto de sus compañeros. Dominada por una abrumadora curiosidad, siempre estaba metiendo las narices dónde no la llamaban, leyendo, investigando, inventando extraños (y a veces útiles) cachivaches y metiéndose en líos casi cada día.

Desde pequeña, su pasión habían sido los dragones. Pero en los últimos años se había convertido casi en una obsesión, causando no pocos problemas con el resto de sus vecinos. Poseía la mayor colección de objetos y documentos relacionados con los dragones de toda la región... lo cual tampoco era decir gran cosa, pues se reducía a dos documentos originales y un diente, que no estaba claro si era realmente de dragón. También poseía varias copias de su puño y letra de otros documentos, algunas de ellas obtenidas de forma muy poco ortodoxa. Iria no aceptaba un "no" por respuesta…

Desde que cumplió la mayoría de edad y pudo disponer de los escasos ahorros que sus padres le habían dejado tras su muerte, la chica había comprado un joven kuort a un trashumante de una aldea vecina, y lo había criado con esmero. Lo llamó Sem. El animal, vigoroso e inteligente, era su compañero inseparable. Iria pasaba la mayor parte de los meses de buen tiempo viajando de aldea en aldea, buscando cualquier relato, documento, objeto o posible resto de un dragón. Comerciaba con sus propios productos del campo, con sus inventos y trastos varios… y con plantas y minerales exóticos obtenidos furtivamente más allá de la Frontera.

El último invierno tuvo un encuentro desagradable con una pequeña comitiva nómada, que iba de aldea en aldea, por toda la región, comerciando y ofreciendo espectáculos. La invitaron a su fuego para comer y empezaron a charlar, hasta que empezó a caer la tarde. Decidió pasar la noche en su campamento, para estar más segura. Iria se había convertido en una hermosa muchacha, grácil y esbelta, con el cabello de un intenso rojo, recogido en la tradicional trenza larga, unos enormes ojos dorados, rostro fino y ovalado salpicado por unas graciosas pecas alrededor de su nariz respingona, pómulos altos y labios delicados. Y cuando llegó la noche, los nómadas, la tentaron con una supuesta cueva oculta llena de huesos, dientes y escamas de dragón… a cambio de ciertos favores relacionados con su belleza. Cuando, escandalizada por las lascivas proposiciones de los tres hombres, se negó, intentaron abusar de ella. La chica no estaba acostumbrada a que los adultos atacasen a los jóvenes, ni a que los hombres se tomasen libertades con las mujeres sin su consentimiento.

Pero Iria no era una muchacha indefensa. Sabía pelear muy bien. En la aldea, los grupos de niños eran mixtos y se dividían en bandas rivales a la hora del juego. Las chicas no solían estar en primera línea en las peleas a pedradas, en las luchas con palos, en los juegos de atrapar la bandera, o en las bromas pesadas que se hacían entre bandas. Las jóvenes solían ser la línea de defensa a retaguardia, o las que se colaban furtivamente en el "territorio enemigo", o las que atacaban a distancia.

Iria no. Ella siempre iba al frente, desafiando a sus rivales y luchando fieramente con ellos. Se había llevado muchas pedradas, muchos golpes y muchos hematomas. Y también los había causado. En la aldea peleaban siempre a carcajada limpia. No había odio, ni resentimiento. Sólo rivalidad y un poco de rudeza. Y la joven había aprendido a luchar, a forcejear, a superar a rivales más fuertes con su agilidad y astucia y a buscar los puntos débiles.

Aquel entrenamiento con los demás niños le sirvió muy bien contra sus agresores, consiguiendo tumbar dolorosamente a dos de ellos en un momento. Pero el tercero no era un palurdo como los otros y sabía luchar. Pesaba casi el doble que Iria y la muchacha apenas pudo mantener las distancias. Si encajaba un solo golpe de aquél bestia, estaría perdida. El hombre consiguió acorralarla entre el carromato, los kuorts y la pared de piedra. Iria, horrorizada, comprendió que no tenía escapatoria. El hombre extendió sus manazas para agarrarla… y Sem, que había visto a su amiga en peligro, le lanzó una coz devastadora que envió volando al bastardo a varios metros de distancia. Quedó en el suelo, desmadejado e inconsciente. Quizá muerto.

Iria, muy nerviosa y respirando aceleradamente, había montado a Sem, tras darle las gracias efusivamente, y habían cabalgado toda la noche hasta llegar a Fruendar, la aldea más cercana a Riakh. A partir de aquél día tuvo mucho más cuidado con las compañías que elegía. Sólo pasaba la noche en las aldeas o los campamentos familiares nómadas. Y si la oscuridad la sorprendía por cualquier causa en los caminos, prefería estar sola con Sem en algún escondrijo, que arriesgarse con grupos de desconocidos.

Por lo general, su vida transcurría a medio camino entre la tranquilidad más natural y la adrenalina desenfrenada de los múltiples líos en que se metía. Pero un día cometió un error tan grande que cambió por completo todo su futuro.

Su obsesión por los dragones, que ya le había causado más de un problema con sus vecinos, se extendía a su más notable característica: el vuelo. La joven no paraba de inventar máquinas extravagantes y curiosas de todo tipo. Pero los artilugios voladores eran su auténtica pasión… que normalmente acababan en moretones, huesos rotos y daños materiales.

En aquella ocasión en concreto, Iria había encontrado, casualmente, unos antiguos manuscritos en los que había dibujos muy deteriorados de lo que parecía ser una primitiva máquina voladora. Ella había experimentado con vuelo pasivo, tipo cometas o paracaídas. Pero se empeñaba en imitar el vuelo de las aves con alas móviles, y siempre fracasaba. Aquellos dibujos, no obstante, le revelaron una nueva forma de afrontar el problema. Y, tras muchos esfuerzos, estaba a punto de probar definitivamente su último diseño.

El Experimento de Vuelo Cincuenta y Cuatro.

Era un modelo de planeador de tela y madera de alas fijas, con una cola en cruz y un soporte para que ella se colgase bajo el armazón. Había hecho varias pruebas satisfactorias a baja altitud, y ya creía estar preparada para la prueba real.

Ayudada por Sem, una mañana subió hasta el acantilado al norte de la aldea, que se alzaba hasta la mitad de la altura de la Atalaya. Tras comprobar todas las cuerdas, ataduras y telas, Iria respiró hondo, se ató al planeador y, con un nudo de aprensión en la boca del estómago, saltó al vacío.

Tras una breve caída, la aeronave se estabilizó enseguida en las corrientes ascendentes, y flotó en el viento como una hoja recién caída de un árbol. Ella, eufórica, gritó de placer. ¡Su invento funcionaba! ¡Estaba volando!

Inclinando su cuerpo y moviendo los controles de las puntas de las alas y la cola, se concentró en sentir el viento a su alrededor y sobre el aparato. Sólo tenía que inclinar levemente el cuerpo a los lados, o tirar de la cuerda que movía arriba y abajo la aleta horizontal de la cola, para maniobrar. El planeador respondía suavemente y ella empezó a comprender cómo debía moverse con el viento. En pocos minutos pasó de un vuelo tosco y desgarbado a maniobrar con relativa elegancia y fluidez. Si practicaba varios días seguidos, estaba segura de que acabaría volando con la habilidad de un ave.

Embriagada por las intensas sensaciones del vuelo, las vistas y el placer, olvidó su propia norma y perdió la noción del tiempo. Aquello sólo era una prueba, no un vuelo completo. Pero se dejó llevar por las corrientes ascendentes provocadas por el Sol que se elevaba en el cielo, ganando cada vez más altitud. Por primera vez en su vida, pudo ver la plataforma superior de la Atalaya, con su llama eterna. Sólo un reducidísimo grupo de personas tenía permiso para subir allí, manteniendo la llama de los Vigilantes aunque hiciese siglos que se habían extinguido. Era una tradición, y muy querida. Tanto como la inmensa torre.

Iria siguió ascendiendo, sintiéndose libre y plena como nunca en su vida. Sem, a mucha distancia bajo ella, se asomaba al barranco, mugiendo de inquietud. Un gran pájaro, un obbura, se acercó curioso, a ver qué era aquella extraña y enorme criatura voladora que invadía su reino aéreo. Iria sintió un placer delicioso al poder observar a la gran ave volando majestuosa a su lado. Tras unos instantes, giró levemente el cuerpo, alejándose del obbura, y se dirigió hacia la Atalaya, para poder verla mejor. Abajo, en la aldea, la gente empezó a gritar, asombrada, al ver la aeronave que volaba sobre ellos. Sabían, sin ninguna duda, que Iria era la responsable de aquel ingenio sorprendente.

Controlando el vuelo del planeador, la joven rodeó la altísima cima de la torre un par de veces. La mitad de la altura de la Atalaya estaba construida con gruesos sillares de piedra caliza. Pero después, para aligerar la construcción y conseguir la máxima altura, consistía en una recia estructura de la mejor madera de Sabira, recubierta por fuera por grandes y delgadas losas de piedra, a fin de proteger la madera de la intemperie. El centro de la torre era una aguja de piedra, alta y delgada, con un pequeño canal en el centro, por el que subía el metano natural que alimentaba la Llama Eterna, en la cúspide de la Atalaya. En la cima, una terraza almenada de unos treinta metros de diámetro, decorada con mosaicos de colores, remataba la inmensa torre. Iria pudo observar las tinas de aceites especiales que los responsables de la Ceremonia de la Fundación, que tendría lugar en un par de días, habían reunido ya en la cima para el espectáculo de luces de cada año. Estaban cuidadosamente colocadas en un costado, lejos del fuego.

Fascinada por la Llama Eterna, intensamente azul, no reaccionó al sutil cambio de viento que le llegó. Una violenta ráfaga, que ascendía por la cara norte de la Atalaya, la pilló por sorpresa y desequilibró su aeroplano. Uno de los listones de madera que soportaban la tensión del ala, agrietado desde el primer momento de vuelo (y que, de haber seguido sus propias normas y vuelto al suelo enseguida, habría detectado de inmediato), se quebró sonoramente y el ala se dobló.

El planeador empezó a caer en espiral sin control y se estrelló en la cima de la torre. Iria, en el último momento, consiguió saltar y caer medianamente bien sobre la dura piedra. La aeronave quedó desmadejada en el suelo de la cumbre, con importantes daños.

La joven iba a ponerse en pie cuando un golpe de viento arrastró el ligero planeador… hacia la Llama Eterna.

Iria corrió para evitar que el aparato se prendiese, pero una de las maderas partidas se trabó entre dos losas de piedra y el planeador se levantó en el aire, golpeando con la cola las tinas de aceite y volcando algunas de ellas. El líquido inflamable, de varios colores, formó un gran charco que se extendió por la terraza, filtrándose entre las losas de piedra y chorreando por la estructura de madera, torre abajo. El ala derecha quedó peligrosamente cerca del fuego. Iria sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca. Desesperada, trató de moverlo y apartarlo de la llama, pero estaba atascado. Entonces, corrió hacia uno de los depósitos de agua, para llenar un cubo y empapar el planeador antes de que prendiese.

Pero sólo pudo ver, impotente, cómo el fuego incendiaba la tela encerada del ala y se propagaba rápidamente por la estructura de madera. Varios trozos de tela ardiente cayeron al suelo y prendieron el aceite. Una furiosa llamarada de diferentes colores se propagó en un latido por el charco inflamable, hasta las tinas, que estallaron violentamente. Un vendaval abrasador lanzó a Iria contra las almenas y le robó el aire de los pulmones. Aturdida y llorosa, trató de recobrar el aliento, mientras veía desesperada cómo la cima de la Atalaya ardía sin remedio.

Se puso en pie a duras penas y rompió a patadas los tapones de los depósitos de agua, con la esperanza de que ésta anegase el fuego y evitase el desastre. Pero ya era tarde. No había suficiente agua y, además, el aceite ardiente flotaba sobre ella.

La Atalaya, que había soportado siglos de batallas, tormentas, ventiscas, nevadas y vendavales, estaba condenada.

Iria, llorando amargamente, cayó al suelo, decidida a dejarse llevar por las llamas que había provocado por su inconsciencia. Había cometido el peor pecado posible contra la aldea en sí: destruir la Atalaya.

El mar de llamas se acercó a ella, consumiendo las vigas de madera bajo la estructura. Las losas de piedra empezaron a caer al vacío y la terraza se desmoronó, empezando por el centro.

Entonces, su instinto de supervivencia se impuso y, aterrorizada por el fuego y la mortal sima que se abría a sus pies, saltó hacia el borde de la inmensa torre. Ante ella, una caída de cientos de metros. Tras ella, un infierno y un abismo ardiente. En apenas un segundo, su mente registró que estaba en la cara norte, cubierta de musgo, y que la pared de la torre no era recta, sino que describía una progresiva curva hacia afuera, pues la base era unas cinco veces más ancha que la cima. 

Si saltaba, tenía una oportunidad de sobrevivir, resbalando por la húmeda pared hasta el suelo. Sería un fuerte impacto, pero tenía muchas más posibilidades que dejándose caer por el centro de la torre, en una marea de roca y fuego.

Respiró profundamente y, justo cuando sentía ya las llamas lamiendo sus pantorrillas, saltó al vacío.

No pudo evitar aullar de terror.
 

* * * * *

 
Su mente era un torbellino de miedo, vacío y dolor. Se sentía caer por un pozo de piedra, sin fondo, de cuyas paredes emanaban inmensas llamaradas. Caía golpeándose por las paredes y sentía sus huesos crujir, partiéndose dentro de ella. Y las llamaradas la quemaban sin piedad. Oleadas de horrible dolor sacudían su cuerpo mientras seguía cayendo, cayendo, cayendo sin fin, sufriendo sin fin…

Despertó chillando y miró con ojos desorbitados a su alrededor.

No había fuego. No había roca. No caía. Pero sí había dolor. Mucho dolor.

Estaba en una habitación de madera, medio incorporada en una cama mullida, con vendajes por todo el cuerpo. Olía a madera, medicinas y comida. Oyó un ruido a su izquierda, y la puerta de la habitación se abrió.

Entró el médico de la aldea, con una expresión preocupada en su rostro.

Iria se tumbó en la cama, haciendo muecas de dolor. Por los vendajes y los entablillamientos, estaba segura de que tenía fracturas en brazos y piernas, y alguna costilla rota también.

Pero Magón, el médico, la tranquilizó. Tenía magulladuras y grandes moretones por todo el cuerpo, abrasiones en la piel por el roce contra la roca de la torre, quemaduras leves, hinchazones y cortes. Además, una costilla fisurada y el radio del brazo izquierdo roto limpiamente. Magón ya había colocado en su sitio, mientras estaba inconsciente, el hombro dislocado.

En dos o tres semanas estaría perfectamente sana.

Ella preguntó por la Atalaya… y al ver la mirada de pesar del médico, supo que sus días en la aldea estaban contados. Afortunadamente, la única persona herida había sido ella. Pero para la gente de la aldea, Iria había muerto. No le volverían a dirigir la palabra, ni a mirarla. Era una paria. Sólo la compasión había evitado que la echasen de Riakh en su estado. Pero, en cuanto estuviera curada, el Consejo la expulsaría para siempre. Durante toda su vida habían aguantado sus excentricidades, con una mezcla de paciencia y diversión. Pero destruir la Atalaya, aún por accidente, era más de lo que nadie en la aldea estaba dispuesto a tolerar.

Sintió su corazón latir desbocado en su pecho. Su hogar, todo su mundo, toda la gente que conocía… perdidos. Una lágrima rodó por su mejilla, quemándole más que el fuego que casi la engulle, mientras sentía su alma atrapada en un bloque de hielo.

Así, debatiéndose entre la resignación y la desesperanza, Iria vio cómo iban pasando sus últimas semanas en la aldea que la vio nacer. Nadie, salvo Magón, acudió a su lecho. De vez en cuando, alguna noche, escuchaba algún grito insultándola, pero jamás vio a nadie al otro lado de la ventana.

Bajo los cuidados del médico, y gracias a su propia fortaleza física, la joven se curó rápidamente de sus heridas. Apenas tres semanas después del incidente, Iria estaba lo suficientemente recuperada para enfrentarse al Consejo. Aún tenía algunos vendajes, pero su estado general era bueno. Así pues, una tarde aparecieron un par de hombres en la casa de Magón. Ella estaba sentada a la mesa, leyendo algo que él le había dejado, cuando entraron.

Ambos hombres la miraron con expresión dura, hostil. Sólo uno le dirigió la palabra, un escueto y amenazante: "Ven".

Ella sintió su corazón saltar en su pecho, pero no quiso dejar entrever el estado de nerviosismo en que se encontraba, y les dedicó su expresión más insolente. Pudo ver que ambos enrojecían de furia, pero no dijeron ni hicieron nada más. Simplemente se apartaron a ambos lados de la puerta, indicando claramente que debía salir de allí ya.

Cojeando ligeramente, pero tan erguida como le fue posible, atravesó el umbral, seguida por Magón y los dos aldeanos. Para dejar claro que no pensaba dejar que nadie ni nada la intimidase, dejó su soberbia melena roja completamente suelta, exceptuando los dos mechones que quedaban a los lados de su suave pero firme rostro, que mantuvo sujetos detrás de su cabeza con el cordel ceremonial. Así caminó con un peinado totalmente diferente pero bien sencillo, sin la tradicional trenza que las mujeres solteras solían llevar cuando salían a la calle. El viento suave elevó su cabello tras ella, como una silenciosa llamarada.

El trayecto hasta la plaza central de la aldea fue corto. Todo el pueblo estaba allí, mirándola severamente. Sorprendida, también vio miradas de angustia… angustia por ella.

Se situó en el centro de la plaza. Ante ella, los tres miembros del Consejo de la Aldea. El proceso fue rápido. Leyeron los cargos y la sentencia fue inmediata: destierro de por vida. Uno de ellos, el Más Anciano, se acercó con un pequeño cuchillo en la mano. Iria palideció de tristeza, pero encajó la condena con dignidad. El Más Anciano pasó sus brazos alrededor de la cabeza de la joven y cortó el cordel ceremonial que sujetaba sus dos mechones, dejando que la fabulosa melena intensamente carmesí quedase completamente suelta por primera vez en años, a la vista de todos. Esos mechones se derramaron como fuego por encima del cabello que ya lucía libre, hasta retomar su lugar al lado de los pómulos de Iria. Con aquello, el destierro quedaba sellado. Ya no pertenecía a Riakh. Por supuesto, ella ya se lo esperaba, y había dedicado el tiempo de su juicio más a pensar en cómo sobrevivir de allí en adelante, que en lamentarse por lo que ya no podía cambiar. Pero el corte del cordel clavó una dolorosa y agónica aguja de vacío en su corazón.

A su derecha, en la calle que bajaba hacia la puerta sur, se abrió el grupo de gente. Allí estaba Sem con dos alforjas con todos los pertrechos personales que poseía. Con lo poco que poseía. Incluso el escaso dinero que tenía estaba allí. La casa y lo que no se podía llevar quedarían a disposición de la aldea.

Tras unos segundos tratando de contener las lágrimas, Iria, como una autómata, empezó a caminar hacia su fiel amigo Sem. Atrás quedaba todo cuanto había amado, todo cuanto había representado familiaridad y seguridad para ella. Nuevamente se sorprendió al escuchar ahogados sollozos. No todo el mundo estaba tan enfadado con ella, al fin y al cabo. Eso confortó un poco su alma.

Oyó un rumor a su espalda y se giró. Ya sabía qué encontraría: todos los aldeanos le daban la espalda. Llegó hasta el kuort, lo acarició con dulzura y dio un paso hacia la puerta. El animal no necesitaba ninguna rienda para seguirla y caminó pausadamente a su lado. Sólo se oía el viento entre las calles.

Justo al llegar bajo el arco de la puerta, un grito rompió el silencio sepulcral. Alguien había gritado su nombre, con sincera angustia. Se giró en el acto, y vio a Galia, su mejor amiga de siempre, que corría hacia ella. Había roto el protocolo por completo, pero Galia era como ella. No le importaban las tradiciones, sino lo que era justo de verdad. Iria debía ser castigada, pero tampoco era una asesina, ni una criminal malvada. Sólo era alguien que había cometido un tremendo error. No merecía ser repudiada como una alimaña.

Por ello, mientras estaba de espaldas, todo su ser se había rebelado contra las tradiciones, incapaz de ignorar a su mejor amiga, sin siquiera dedicarle una palabra de ánimo. Así, se giró y, haciendo caso omiso de las miradas y gestos reprobatorios de los demás, corrió hacia ella, llorando lágrimas amargas.

Iria, estupefacta, se quedó plantada bajo la puerta. Galia se tiró sobre ella y se fundieron en un emotivo e intenso abrazo, ambas arrasadas en llanto.

Se miraron intensamente a los ojos, entendiéndose perfectamente sin decir palabra. Al separarse, Galia le acarició la mejilla y le dedicó un sincero: "Cuídate mucho". Iria asintió emocionada, le estrechó la mano, se dio la vuelta…

… y abandonó Riakh para siempre, con el corazón encogido de tristeza.
 


* * * * *
 


Se agachó precipitadamente tras la roca. Sem estaba acurrucado, temblando. Oyó el siseo de las enormes alas en algún lugar a la derecha, al pasar sobre ellos, pero los árboles le tapaban la visión. Acarició a Sem con cariño, mientras agudizaba la vista, tratando de encontrar a su perseguidor.


Aquél bicho llevaba tres días tras ellos, y sólo la densidad del bosque los había salvado. Iria no tenía armas, más allá de su confiable cuchillo de monte y algunas piedras a su alrededor. Ni arco, ni flechas, ni jabalinas, ni una triste honda. Tomó nota mentalmente que, cuando volviese a cruzar la Frontera para vender los tesoros que consiguiese en el Confín del Mundo, con el dinero compraría algún arma de largo alcance, para protegerse de ataques de ese tipo.


Era la cuarta vez que se internaba en las regiones prohibidas desde que abandonase Riakh para siempre, tres meses atrás. Debía sobrevivir por sus propios medios, siendo como era ahora una paria sin aldea ni hogar. No le preocupó mucho, en verdad, pues ya estaba acostumbrada a valerse por sí misma desde hacía años. Y a merodear por el Confín del Mundo, burlando sus múltiples peligros, también.


Pero nunca se había encontrado con una criatura como aquella. Por viejos manuscritos, sabía que se trataba de un Maldan, una enorme y poderosa ave carnívora, capaz de elevar a un hombre fornido en el aire, o destrozar un cráneo de un picotazo. Normalmente no se encontraban tan al Sur, y nunca se había tenido que enfrentar a ellas. Sabía que había varias especies de grandes aves depredadoras, la mayoría de las cuales perseguían a sus presas a la carrera. Pero aquella, aunque más pequeña que sus parientes corredoras, podía volar, lo que la convertía en un enemigo formidable.


Con las aves corredoras ya se había enfrentado antes. Eran muy veloces, inteligentes y peligrosas, pero si se les plantaba cara sin mostrar temor, vacilaban. Si, además, se les atacaba con algo arrojadizo, solían escapar o mantener las distancias. Y si tenías fuego a mano, no volvía a molestarte. 


Pero el maldan era distinto. Hacía tres días que los había descubierto e Iria actuó en principio como con sus parientes no voladores. Pero no funcionó. Con aquel animal, no. Sólo un afortunado golpe con un palo en la cabeza y una huída rápida hacia la espesura les salvó de su ataque. Sin embargo, al contrario que otros depredadores, no se había rendido y los acosaba sin tregua desde entonces.


Iria estaba muy molesta. Apenas podía dormir, Sem estaba muy nervioso y costaba mucho controlarlo, no podía cazar… y no podían volver a la Frontera sin ponerse al descubierto, pues entre ésta y el bosque se extendía una llanura herbosa de un par de kilómetros. Sem nunca podría correr más que su veloz enemigo aéreo.


Necesitaba algo para mantener a raya a aquel bicho, que no se asustaba ante las piedras, los gritos, los palos ni el fuego. El sonido de las enormes alas, de más de ocho metros de envergadura, sobre su cabeza la sobresaltó. Percibió una fugaz sombra en la luz menguante del atardecer. Golpeó la roca con el puño, irritada. De momento, parecía no haberlos descubierto, pero estaba claro que sabía perfectamente en qué zona estaban y la patrullaba sin compasión.


Inspiró hondo y tomó una decisión. Aquella situación no podía durar más. No podían estar escondidos para siempre. Al día siguiente se enfrentaría al maldan y se resolvería el conflicto, de una forma u otra. Ella era mucho más inteligente que aquel animal. Tendría que sacar partido de ello.


Pero aún así, vacilaba. No le hacía ninguna gracia matar a una criatura tan magnífica. De hecho, aborrecía matar y sólo lo hacía por necesidad, para comer. Sin embargo, el maldan no cejaría en su empeño hasta estar muerto o incapacitado… o hasta devorarlos a ellos. Era morir, o matar. Por más vueltas que le daba, no veía otra solución.


Así, abandonó la protección de las rocas que los cobijaban. Sem protestó, pero ella lo tranquilizó con voz dulce y calmada. Era casi de noche, pero estaban en la estación de las Noches Rojas, y el pequeño y lejano Sol Rojo arrojaba la suficiente luz sobre Sabira como para que Iria caminase entre los árboles y las rocas con soltura. Lamentablemente, eso significaba que el maldan podría verla sin ninguna dificultad.


Tras una corta búsqueda encontró lo que buscaba: un grupito de árboles-lanza. Medían apenas tres metros de altura, con una pequeña copa en forma de sombrero de seta, de pequeñas hojas prietas y erizadas de pinchos. Sus troncos, finos y extraordinariamente rectos, estaban formados por una madera flexible y ligera. Los Naish los solían talar para fabricar armas de toda índole, preferentemente lanzas. Pero también eran muy buenos para los arcos. Y las fina ramitas de aproximadamente un metro, también completamente rectas, eran perfectas para fabricar flechas.


Construir un arco le habría llevado demasiado tiempo, y tampoco tenía los materiales necesarios. Pero podría fabricar cinco o seis jabalinas, afilando las puntas con el cuchillo y endureciéndolas al fuego.


Recordó los consejos de los maestros de Riakh, con una punzada de nostalgia. Los árboles-lanza, si se cortaban correctamente, en dos o tres meses volvían a crecer hasta su talla original. Se acercó a uno y localizó el rosario de gruesos nudos que separaban la raíz del tronco recto. Contó cuatro desde la base y cortó justo por en medio de éste y el siguiente, en diagonal. Luego hundió el cuchillo en el tocón que quedó y trazó una cruz en él, depositando a continuación un poco de agua en la herida. Satisfecha, repitió la operación ocho veces más.


Después, cortó el final del tronco, justo desde dónde nacían todas las ramitas radialmente, ató los nueve tronquitos y los arrastró hacia la covacha de rocas donde la esperaba Sem. En todo el rato no quitó ojo del cielo. Estaba cansada, pero se puso manos a la obra enseguida. Se notaba algo torpe tras tres días sin apenas dormir. Aún así, encendió un pequeño y discreto fuego, y en una hora tuvo nueve ligeras y mortíferas jabalinas de punta afilada a sus pies.


Se preparó para otra noche de insomnio.




* * * * *



Apenas despuntó el Sol, Iria levantó la mirada. Durante la noche, el maldan no les había molestado, pero su instinto le decía que estaba muy cerca de allí. Sem ya estaba muy nervioso tras tantos días de práctica inmovilidad, y le costó bastante calmarlo.


Con gran precacución, la joven caminó al amparo de los árboles, buscando un claro pequeño en el que el maldan no tuviese mucho espacio para maniobrar. Encontró un pequeño arroyuelo de aguas cristalinas y gimió de alivio. Tanto Sem como ella necesitaban agua urgentemente. Siguió el arroyo, pues sabía que en algún lugar habría un claro. Apenas diez minutos después lo encontró, provocado por la caída, hacía tiempo, de un enorme árbol. Y encontró otra cosa inesperada, en los árboles al otro lado del claro: Lazos del Ahorcado. Ladeó la cabeza, entornando los ojos, mientras el viento hacía ondear su preciosa melena a su alrededor. Rápidamente, se hizo una gruesa cola con varias atadas. Si iba a luchar, no podía tener el pelo suelto, dispuesto a engancharse en cualquier sitio.


Recordó que los Lazos del Ahorcado eran un tipo de liana que reaccionaba al contacto. A lo largo de la liana, en pequeños nódulos, había una serie de pelos que, al ser rozados, provocaban una respuesta de la planta, que empezaba a retorcerse sobre sí misma, enredando en sus fuertes nudos a cualquier cosa que la tocase. Y se apretaban más contra más luchaba la presa. Eran parte de una planta carnívora parásita de los árboles, cuyo "estómago" consistía en una especie de enorme flor correosa que se abría en cinco pétalos gruesos y carnosos. Las lianas salían directamente de aquella especie de boca vegetal, y arrastraban a ella lo que hubiesen capturado. Normalmente capturaban animales pequeños o medianos, y a un Naish no habrían podido alzarlo, pero podrían inmovilizarlo con fuerza o, incluso ahogarlo si se enredaban en el cuello. De ahí el sobrenombre de "del Ahorcado".


Además, solían ser plantas solitarias… y allí había tres en la misma rama de un árbol gigantesco. Una idea empezó a formarse en su cabeza.


Corrió hacia los Lazos y empezó a cortar arbustos, con mucho cuidado de no tocar aquellas traicioneras enredaderas. En pocos minutos formó un muro de arbustos, con un agujero en el centro. Clavó dos jabalinas en los cuatro extremos del claro, y se quedó la última. En la otra mano empuñó el cuchillo, se situó unos cuatro metros por delante del muro de arbustos que acababa de crear… y chilló con todas sus fuerzas.


Apenas unos momentos después el maldan apareció, sobrevolando majestuoso y terrible el claro. Era una criatura extraordinaria, que rivalizaba en imponencia incluso con los dragones, excepto con los más viejos y grandes. De hecho había relatos en los que un maldan había conseguido matar a algún dragón. Nunca lo había creído, hasta que lo vio sobrevolándola. Sus enormes alas batieron dos veces y el animal se precipitó hacia el claro, aterrizando con agilidad a apenas siete metros de ella. Los enormes ojos amarillos del ave se clavaron en los suyos, con una mirada que la estremeció. El animal la consideraba su presa y ella pudo sentir sus ganas de devorarla hasta los huesos. El maldan abrió el terrible pico curvo y chilló, agachando la cabeza y abriendo un poco las alas. Entonces dio un paso hacia ella. Iria no se movió, le chilló a su vez y enarboló la jabalina en la mano derecha. El ave miró aquel palo, sin intuir su verdadero peligro. Consciente de sus rápidos reflejos y su fuerza despiadada, sintió algo parecido al desprecio, una especie de nebulosa diversión ante el patético intento de su presa de intimidarle.


Flexionó un poco los músculos de las patas y agachó un poco más la cabeza, con la fría mirada clavada en la joven, como si fuese a saltarle encima. Iria le respondió con la misma expresión helada brillando en sus ojos dorados y, en un fugaz movimiento, echó el brazo atrás y disparó la jabalina.


El maldan, que jamás se había enfrentado a los Naish, no esperaba aquél movimiento y tardó una fracción de segundo en reaccionar. Lo suficiente para que la lanza, dirigida con fuerza y precisión, se clavase profundamente en su muslo izquierdo. Sorprendida, el ave chilló de dolor y se irguió, desplegando su imponente envergadura. Una parte del cerebro de la chica no pudo dejar de maravillarse por los colores irisados de sus plumas y la magnífica visión de aquellas alas de cuatro metros cada una, extendidas en toda su longitud.


Rápidamente cogió una segunda jabalina y se puso en posición de ataque. Podría haber matado al ave, apuntando directamente al pecho, pero reacia a matar, prefirió lanzarle una dolorosa advertencia: "No soy tu presa, soy un cazador mucho más peligroso de lo que te conviene. Lárgate". El maldan la miró con tal furia y malicia que Iria no pudo evitar estremecerse. El vello se le puso de punta en todo el cuerpo. Seguro que apestaba a miedo.


El animal giró el cuello, atrapó la lanza en su fuerte pico y, de un seco tirón, se la arrancó, volviendo a chillar de dolor. Un borbotón de sangre le bajó por la pata. Cerró el pico con violencia y partió la lanza como si fuese una ramita. Cojeando ligeramente, se acercó a ella. Pero Iria comprobó que se había vuelto mucho más prudente. Ya no se movía con aquella seguridad y suficiencia. Acababa de aprender que su presa podía morder y, además, hacerlo a distancia. Y ahora tenía otro largo diente en la mano, dispuesta a lanzárselo.


Ella, contrariada, comprendió que el animal no pretendía abandonar la caza. Había albergado la esperanza de que, al ser herido de aquella manera, el maldan se largaría. Pero, al parecer, era más insistente de lo que ella había pensado.


El ave saltó de repente hacia adelante, sorprendiéndola. Ella, instintivamente, disparó la jabalina, pero el animal se agachó, veloz como el rayo, y la lanza apenas le rozó el borde del ala, cayendo inofensivamente unos metros más allá. Iria cogió la última jabalina en la mano derecha y el cuchillo en la izquierda. El maldan, a apenas un metro, lanzó un letal picotazo en su dirección, pero la joven le propinó un fuerte golpe en el costado de la cabeza con la lanza, justo sobre el ojo, y le desvió la cabeza. No tenía espacio para disparar la jabalina, y no podía acercarse a aquél pico mortífero con sólo un cuchillo, así que optó por usar su as en la manga.

Corrió hacia atrás y se metió en la abertura que había construido con los arbustos. Sintió el aliento del ave en su nuca y el chasquido de su pico cerrándose a unos centímetros de su hombro. Entró entre los arbustos como una exhalación, saltando hacia adelante y rodando sobre el suelo con una ágil voltereta. Se dio la vuelta inmediatamente, clavó el extremo trasero de la lanza en el suelo y esperó la acometida del maldan. Una fracción de segundo después, el ave penetró violentamente en los arbustos tras ella, en una explosión de hojas y ramas… arrollando todos los Lazos del Ahorcado que tenía delante y que no había visto. Las plantas, ante aquella brusca perturbación, reaccionaron con igual violencia, enroscándose alrededor del maldan en centésimas de segundo. 

El animal, todavía ignorante del auténtico peligro que se cernía sobre él, se debatió furiosamente, lo cual sólo empeoró su situación, porque las lianas de las tres plantas se apretaron con tanta fuerza que el maldan empezó a tener problemas para respirar. Sus alas estaban rodeadas de lazos y las plumas se retorcían en todas direcciones. Otras enredaderas se habían arremolinado en sus patas y ascendían por su cuerpo, rodeándolo cada vez con más fuerza. Y unas cuantas más se enredaron en su largo cuello. El ave, comprendiendo de pronto su situación, lanzó picotazos desesperados y logró cortar dos lianas. Pero éstas aún se apretaron más, estirando de tres direcciones distintas, inmovilizando sus terribles garras y su enorme pico. El maldan estaba inmovilizado y a su merced.


Era demasiado grande para que ni siquiera las fuerzas combinadas de las tres plantas lo alzasen hasta la rama. Y tampoco cabría en ninguna de las "bocas". Pero si moría allí, cuando empezase a descomponerse las lianas penetrarían la carne y absorberían todos los nutrientes de su cuerpo. En unos días sólo quedarían huesos limpios.


Jadeando, el ave dejó de luchar y quedó tendida en el suelo, de cualquier manera. Miró a Iria con el ojo izquierdo, con rencor y miedo. Ella avanzó dos pasos, con la jabalina en la mano. Sabía que el ave moriría allí, de hambre y sed, porque un Lazo del Ahorcado jamás soltaba a su presa. Cualquier movimiento sólo apretaba más la trampa. Supo que tendría que matarla para evitarle más sufrimiento.


Así, agarró la lanza con las dos manos, la levantó por encima de su cabeza, apuntando el afilado extremo al pecho del ave y… y… 


El animal la miró con resignación. Se sabía muerto. Había perdido. Dejó de luchar y esperó su destino con dignidad.


Pero Iria seguía vacilando. Aquella mirada de abandono era más de lo que podía soportar. Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Su sentido común y su instinto de supervivencia le gritaban: "¡Hazlo!", pero su cuerpo no respondía. Sentía los músculos de sus brazos y espalda tensos, dispuestos a asestar el golpe mortal, pero no obedecían la señal nerviosa de su cerebro. Iria chilló y levantó más la lanza. El ave cerró los ojos. La bajó con todas sus fuerzas… pero se detuvo a centímetros de las plumas. Lloró aún más fuerte, sollozando agitada. No podía. No podía hacer aquello. Alzó la cabeza al cielo, gritó con toda su alma y cayó al suelo de rodillas. La lanza quedó en el suelo, a su lado, inofensiva. El maldan la miró profundamente confuso y sorprendido.


Estuvo arrodillada ante su enemigo unos minutos, llorando amargamente. Llorando por lo que había estado a punto de hacer. Al poco, se enjugó las lágrimas, sorbió por la nariz un par de veces y, mirando al animal a los ojos, con una compasión arrebatadora, se puso de pie. Se apartó un poco, recogió varias ramitas secas y, con la yesca y el pedernal, encendió un pequeño fuego. Cogió una rama más gruesa, se arrancó un trozo de tela de la camisa bajo la gruesa chaqueta, la enredó en la rama y la cubrió de resina de uno de los árboles cercanos. Entonces, acercó la improvisada antorcha al fuego y ésta prendió vivamente. Caminó hacia los Lazos del Ahorcado y, metódicamente, acercó la llama a cada uno de ellos. Era lo único que podía deshacer el letal nudo vegetal. Ante el fuego, los Lazos se aflojaban en el acto y se recogían en un destello fugaz dentro de la "boca", que era incombustible. Así se protegían de los ocasionales incendios forestales.


En menos de un minuto, todas las lianas habían desaparecido y el ave era libre. Iria volvió a agarrar la jabalina y esperó. El maldan levantó la cabeza, mirándola de una forma extraña. Una mirada limpia de cualquier ansia depredadora. Sin rencor, ni odio, ni furia. Una mirada como ella nunca había visto en ninguna otra criatura. Se levantó trabajosamente, respirando con dificultad. Se puso completamente en pie, se arregló las plumas un par de minutos y volvió a mirarla fijamente, los dos inmóviles frente a frente. Entonces, el animal se dio la vuelta y salió al claro. Caminó cojeando levemente hasta el centro. Estiró las imponentes alas y las batió tres o cuatro veces, como asegurándose que funcionaban como debían. Entonces, giró el largo cuello, la miró de nuevo, saltó un poco en el aire y, en dos o tres batidas de alas se elevó en el cielo. En un instante desapareció.


Iria, asombrada, se quedó plantada dónde estaba. Aquella mirada la había conmovido de una forma especial y sintió su corazón agitándose en su pecho con fuerza. Un torrente de excitación la invadió y, eufórica, se puso a saltar y a chillar. Se sentía pletórica, feliz, llena de vida. No pudo evitar reír como una loca, hasta que le dolió el estómago. Se arrodilló en la hierba, abrazándose a sí misma, y lloró sin contenerse, feliz.



* * * * *



Cuando Sem la vio regresar, saltó fuera del refugio de piedra. Había estado muy nervioso y muy preocupado. Algo en la forma de caminar y moverse de su amiga lo convenció de que el peligro había pasado. Galopó hacia ella alzando la cola, muy contento de verla de nuevo. Iria, al verlo, corrió hacia él y se abrazó a su cuello. Sem se puso a darle efusivos lametazos y frotó su cabeza contra ella, y ella lo acarició y le rascó detrás de las orejas.


Se aprovisionaron tanto como pudieron de agua y comida, y se pusieron de nuevo en marcha hacia la región volcánica. Iria necesitaba los raros minerales y sustancias que allí abundaban, para poder comerciar en las aldeas. Nunca había entrado realmente en las llanuras volcánicas del Confín del Mundo, sino que había patrullado furtivamente sus fronteras, arañando apenas las riquezas de aquel lugar. Las Llanuras de Fuego eran un lugar muy peligroso. Todo el Confín del Mundo lo era. El maldan y los Lazos del Ahorcado sólo eran una pequeñísima muestra de los riesgos que afrontaban en aquel territorio, salvajemente bello. Salvajemente letal. Había criaturas gigantescas, plantas terroríficas, depredadores mortiferos, seres venenosos… y dragones. Hacía siglos que nadie en las aldeas veía uno, por lo que ya apenas eran leyendas… pero no conviene ignorar las leyendas.


Junto a los peligros vivos, estaban los riesgos geográficos, pues en los inmensos bosques del Confín era facilísimo perder la orientación. Las brújulas apenas servían, pues las zonas volcánicas, ricas en hierro y metales magnéticos, las hacían inservibles. Sólo un muy buen sentido de la orientación podía sacarle a uno de aquel gigantesco laberinto verde. Todo ello aderezado por la inestabilidad sísmica de la región, que en cualquier momento podía abrir el suelo bajo tus pies y lanzarte a una sima ardiente, o asfixiarte con gas venenoso. Pero, precisamente por esas características, era la región más bella, fascinante y salvaje del mundo.


Y, a mayor riesgo, mayor recompensa. Iria estaba decidida, en aquella ocasión, a adentrarse en las Llanuras de Fuego. Desterrada como estaba, ya no tenía que rendir cuentas a nadie, ni afrontar la responsabilidad de representar a nadie. Sólo dependía de ella misma y sólo a ella le importaba lo que hiciese. Era el momento de labrarse un nombre que todos recordasen, que todos admirasen. De convertirse en su propia leyenda.


No tenía ni la más remota idea en aquél momento de cuán cierto iba a ser eso…


Avanzaron durante tres días, siguiendo sendas de animales entre la espesura, sin alejarse mucho de los cursos de agua, levantando mapas de lugares inexplorados unas veces, y encontrando leves rastros de presencia Naish, la mayor parte de ellos, de gran antigüedad.


El camino fue relativamente tranquilo. Exceptuando un pequeño terremoto que lanzó unas rocas montaña abajo (que lograron esquivar sin problemas), un pantano que dejaba escapar nubes de gas asfixiante (que, gracias al olfato de Sem, evitaron a tiempo), y un intento de ataque de unos pequeños depredadores que cazaban en manada (que Iria alejó enseguida con fuego), no tuvieron grandes problemas. Incluso los insectos escaseaban en aquellas frías latitudes, al contrario que en las selvas del Sur, cerca del océano, en las que las nubes de mosquitos y demás bichos chupadores de sangre podían oscurecer el Sol… y a una persona.


Casi prefería enfrentarse a un gran depredador, que a un millar de mosquitos salvajes…


Por fin, llegaron a un acantilado en el que el bosque desaparecía abruptamente. Doscientos metros más abajo, imponentes, dolorosamente hermosas, se extendían a sus pies las Llanuras de Fuego.


Siempre le sorprendía que, a pesar de su nombre, fuese un lugar tan exhuberante y lleno de vida. El término hacía pensar en una vastedad desértica, abrasada, recorrida por ríos de lava. Pero, exceptuando los alrededores de los volcanes activos, era una hermosa llanura de hierba alta que se perdía de vista en todas direcciones, interrumpida aquí y allá por los numerosos y caudalosos ríos que, como cintas de plata, la atravesaban, y por las moles de los volcanes que surgían de ella como hongos. En algunos puntos, los volcanes en erupción constante vomitaban ríos y cascadas de brillante lava, que fluían ladera abajo hasta expandirse en los llanos a sus pies, creando lagos de roca fundida que sólo se detenían ante las corrientes de agua, en una lucha eterna de elementos. Inmensos penachos de ceniza y gases se elevaban kilómetros en el cielo prístino y de un azul profundo. Nubes de vapor de intensa blancura ascendían desde los lugares en que fuego y agua batallaban a muerte. Y, como telón de fondo de toda aquella belleza, el interminable manto verde esmeralda de las praderas, cubriendo el mundo de horizonte a horizonte. Sólo la muralla de hielo de tres kilómetros de altura del Casquete Polar, al Norte, y la Cordillera Circumpolar, en la que se encontraban en esos momentos, al Sur, limitaban la expansión de las gigantescas praderas.


Era más de mediodía, y acamparon allí mismo, al abrigo de un enorme árbol, cuyas inmensas raíces en forma de cortinajes, proporcionaban un refugio seguro. Iria montó el campamento entre dos de ellas que miraban hacia las Llanuras de Fuego, encendió una hoguera enfrente y, contemplando las extraordinarias vistas, se durmieron juntos, ella acurrucada en el regazo cálido y suave de Sem.