(Creado por Mónica)
Las personas duermen en calma mientras las lámparas de aceite comienzan a apagarse en medio de la noche. Un viento gélido recorre las calles primaverales, entre macetas y ventanales.
Los
guardias caminan y vigilan que nadie sea capaz de traspasar las murallas que
protegen al pueblo, pero de nada sirven éstas cuando la tierra te protege y
ayuda.
El
ambiente es pesado y una suave niebla comienza a adueñarse de la ciudad.
Entre las
sombras se mueven figuras esbeltas y ágiles, sigilosamente por el pueblo, adentrándose
cada vez más.
Nadie lo
nota aún, pero un pequeño fuego ha comenzado a brotar en el centro sur del
pueblo, en una especie de pila formada por grandes troncos de madera. Éste fuego
crece rápidamente, con ganas de invadir las casas vecinas, como si tuviese su
propia capacidad de pensamiento.
Las
campanas comienzan a dar la señal de alerta y buena parte de los guardias
corren a mitigar el fuego mientras los lugareños despiertan, salen apresuradamente
de sus casas y huyen a un lugar seguro.
Las
defensas no consiguen apagar el fuego, no tiene sentido, no hay quien lo pare
mientras solo les queda observar, impasibles, como las llamas se van comiendo
más y más terreno.
Ahora esas
sombras con forma de mujer se mueven por el centro norte, donde se encuentra la
iglesia del pueblo, también amurallada con piedras y vallas, no demasiado
altas. Como fantasmas, casi levitando con el viento a su favor, consiguen
superar estas defensas, pasándolas por encima.
Los
guardias estaban mal pagados pero bien entrenados. No obstante, nadie hubiese
esperado un ataque de tal magnitud, aunque debieron haberlo sospechado.
Las
puertas de la iglesia eran fuertes, grandes y pesadas, pero, inesperadamente,
aquellas damas de mirada furiosa tenían en su mano las llaves capaces de abrir
la puerta trasera del recinto.
Una vez
abierta, las dieciocho chicas se encontraron cara a cara con veintiún guardias
fuertemente armados, que se habían reunido en el lugar al escuchar las campanas,
dispuestos a proteger a obispos, cardenales, fieles y, principalmente, al Papa.
Una mujer
alta, de veintiséis años, encabezaba al grupo de muchachas, quienes mantenían
la postura firme, dispuestas a hacer frente con valentía y honor.
Esta
mujer, llamada Blake, protegida únicamente con su ropa de cuero cosida por ella
misma, comienza a caminar decidida hacia los guardias.
Anda despacio, pero, al acercarse al primer contrincante, ataca veloz y elegantemente, consiguiendo acercarse a él antes de que le dé tiempo a reaccionar. Estando lo suficientemente cerca, sitúa su esbelta mano en la cota de malla que protege el cuello del defensor. Sin que nadie pudiese prevenirlo, una brillante lengua de fuego brota de su palma.
Arrastrándose
y rodando por el suelo, el hombre intenta, inútilmente, huir de las llamas,
pero éstas devoran su cuerpo empujándolo rápidamente en brazos de la muerte.
Mientras
tanto, Blake sigue avanzando rápidamente, decidida a llegar hasta su objetivo,
esquivando las espadas y hachas que se abalanzan sobre ella. Sus compañeras,
que también han comenzado a luchar, la respaldan y protegen.
La gran
sala, casa de Dios y de paz, se ha convertido ahora en un campo de batalla.
Viento que entra por las ventanas, agua que sale de las fuentes y las picas, fuegos
que escapan de las lámparas y tierra que se mueve bajo los pies. Todos estos
elementos actúan como si tuviesen vida propia, dispuestos a entorpecer la lucha
de los guardias, dejándolos vulnerables ante esas mujeres que nada tienen de débiles.
Blake
consigue llegar al fin a las escaleras que la llevarán a la planta alta. El
ruido de la batalla campal que tiene lugar abajo se va atenuando poco a poco. Sube
sin prisa pero sin pausa, hasta llegar a un largo pasillo. Avanza impetuosa,
pero con sus sentidos en alerta, vigilando las esquinas y atenta a su espalda.
Se detiene
cuando llega a una puerta enorme, cubierta de abalorios y caras de ángeles cinceladas
en piedra. Esta entrada está cerrada y custodiada por un guardián sorprendentemente
alto. Este hombre era el capitán de la defensa del pueblo. Un monstruo sin
escrúpulos, el mejor entrenado, el más fuerte y virtuoso con la espada de todos
los varones.
Blake no
era nueva, sabía perfectamente que se encontraría con él, cosa que deseaba y
odiaba por igual.
Ella era
demasiado pequeña como para derrotarle físicamente. Un solo golpe de aquella bestia
y estaría perdida. Pero, aún así, situó orgullosa su 1’67 m de altura delante del
1'89 m de puro músculo rodeado del acero de la armadura.
El
guardián se hacía llamar "Titán". Éste, que no se solía poner el casco,
sonrió condescendiente a la chica.
—Con que
por fin has venido, pequeña. ¿Tanto extrañabas el calor de mis manos sobre tu
piel?
Blake
sintió náuseas mientras los horribles recuerdos abordaban su mente.
Ella era
una mujer hermosa, esbelta, con un largo cabello moreno que resplandecía a la
luz del sol. Tenía una figura enloquecedora y unos labios dignos de pecado.
Pero ella nunca deseó entregarse a ningún hombre, pues sus gustos siempre
habían sido diferentes.
Blake no
se dejó amilanar por la repulsión que sentía e hizo un esfuerzo denodado por
mantener la postura, a pesar del nudo de aprensión que se le formaba en la
garganta. No sería nada fácil, pero estaba preparada.
—¿No dices
nada? —rompió el silencio Titán. —Has llegado sorprendentemente lejos, pero,
muy a mi pesar, tendré que destrozar esa cara tan bonita que tienes, bruja
patética.
De pronto cambió
su semblante. Su mirada se despojó de emoción, tan solo quería sangre. Quería
sentirse superior. Quería destruir todo lo que se le pusiera delante. El hombre
avanzó confiando y Blake dió un paso atrás, pero no por temor ni por instinto,
sino para que su contrincante se sintiese más seguro y bajase la guardia.
La joven
había imaginado esa batalla en su cabeza cientos de veces. No iba a combatir
sin ninguna estrategia. Sabía perfectamente cómo luchaba Titán, cuáles eran sus
movimientos y técnicas. Ya le había visto pelear en repetidas ocasiones.
Por eso,
cuando Titán levantó el brazo derecho para asestarle un fuerte golpe, ella lo
esquivó sin muchos problemas. Lanzó el puño izquierdo y ella lo evitó agachándose
hábilmente. La situación siguió repitiéndose: Titán atacaba y Blake, ágil como
una gacela, esquivaba, esperando la
ocasión adecuada para contraatacar.
Cual
alimaña traicionera, el bastardo le tiró a la cara un puñado de tierra que recogió
de una maceta cercana. Blake tuvo que cerrar los ojos, momento que Titán aprovechó
para golpearla. Por fortuna, Blake había anticipado el ataque y saltó hacia
atrás, logrando que el golpe no fuese tan duro ni alcanzase su pecho.
El impacto
dejó el brazo izquierdo y la mano derecha de Blake fuertemente doloridos. Pero
Titán sufrió graves quemaduras en su brazo. Intencionadamente, la joven había
colocado su mano ante el puño de aquel salvaje, abrasándolo con su fuego
mágico.
El
horrible dolor que sentía lo aturdía, pero el capitán de la guardia no podía dejarse
vencer, y mucho menos por una mujer. Así que convirtió el dolor en ira, lo cual
lo volvió más imprevisible. Pero también más torpe e impulsivo.
Él, con un
alarido de rabia, lanzó su puño sano contra la chica, pero ella lo esquivó
hábilmente haciendo una finta y, al mismo tiempo, clavó sus uñas profundamente
en el brazo quemado. Titán aulló de dolor y pareció marearse.
Esta vez
fue Blake quien atacó, reuniendo la poca energía mágica que le quedaba.
Aprovechando
el aturdimiento de Titán, ella le lanzó una gran llamarada a la cara. Inesperadamente,
la bola de fuego se transformó en el rostro de Blake, lleno de cólera y
determinación, abalanzándose imparable sobre Titán.
Él la
esquivó a duras penas, pero ella ya contaba con ello. Blake, con agilidad
felina, atacó directamente al robusto cuello de Titán, al descubierto por no
llevar casco, y le descargó un golpe seco en la nuez para dejarle sin
respiración.
Titán se
tambaleó, con una mano en la garganta, boqueando como un pez fuera del agua.
Debilitado por las quemaduras y por no poder respirar en condiciones, el
bárbaro avanzó vacilante hacia ella, con una salvaje mirada de furia.
No iba a rendirse
por unas cuantas heridas y mucho menos ante aquella maldita bruja. Así que se
abalanzó como pudo sobre ella tratando de golpearla. Pero la joven lo esquivaba
sin mucho problema, aprovechando para atacarlo con sus puños, sus piernas y con
los jarrones y figuras del lugar.
Titán,
molido y aturdido, cayó al suelo.
Ella,
erguida orgullosa e implacable ante él, clavó sus preciosos ojos granate en los
de su rival, llenos de fuerza, de pena y de odio. A Blake no le quedaba fuego,
pero no lo necesitaría. Se agachó y arrancó la parte de la armadura que
protegía la ingle de Titán. Agarró una daga que escondía en un pequeño cinturón
de su cadera.
—Por fin
vas a pagar por todo lo que nos has hecho—dijo ella. —Por... por todo lo que me has hecho, cerdo despreciable.
Blake le
escupió a la cara e, impasible, con un movimiento fluido, clavó el puñal en el
escroto de Titán. Éste arqueó salvajemente el cuerpo y profirió un alarido desgarrador,
tan largo y desesperado como los que había arrancado durante años a las mujeres
que habían sido sus víctimas. La chica giró la muñeca, movió la daga hacia la
derecha dentro de la carne y sacó la afilada hoja por la cara interior del muslo.
El corte seccionó la arteria femoral de aquel salvaje, dejando así que se desangrase
dolorosa y lentamente.
Mientras
en el piso inferior amainaban los sonidos de pelea, Blake se incorporó, abrió
la gran puerta y cruzó el umbral. Se encontraba ahora en una espaciosa
habitación, con techos altos cubiertos de hermosos artesonados. Había mesas
simétricamente dispuestas alrededor del espacio central, con plumas
estilográficas, tinteros, secantes, pergaminos y biblias, todo pulcramente
colocado sobre ellas. En las paredes cubiertas de estanterías, había figuras,
ornamentos y libros de todo tipo. La tenue luz de la luna atravesaba los
vitrales. El fuego de las velas y los cirios bailaba como si le alegrase la
escena.
En el otro
extremo de aquel lugar, ante una larga mesa situada transversalmente, estaba de
pie un hombre mayor, vestido con una larga túnica que mostraba su categoría
superior. Ese hombre era el Papa de la iglesia. El anciano trataba de aparentar
serenidad, pero el sudor de su frente delataba el miedo que sentía ante aquella
imponente mujer.
Blake le
miró, sin expresión, sin emoción. En su rostro tan solo se podía apreciar la
férrea determinación que la movía.
—Por fin
os atrevéis a revelar lo que sois, brujas del demonio. —Fue lo primero que dijo
el Papa.
Pausadamente, con una mirada de infinito desprecio, Blake respondió:
—Tú nos
has convertido en esto. Nosotras tan solo éramos mujeres normales que vivían en
una tranquila aldea al margen de tu pueblo. Nos tratasteis muy bien al
principio, cuando sanábamos a vuestra gente con nuestra fitoterapia y remedios
naturales. Luego conseguisteis aprender nuestros métodos y ya no os servíamos.
Nos llamasteis brujas y os atrevisteis a cazarnos, torturarnos, y... —Blake
luchó para que las lágrimas no se escapasen de sus ojos—y a quemarnos vivas.
La mujer
agarró de su cinturón una pequeña bolsa de tela.
—Si tan empeñados estabais en tratarnos como brujas, lo seríamos. Mientras las pocas supervivientes que quedamos nos escondíamos, conseguimos aprender a tener a los elementos de nuestra parte. Hemos llegado hasta aquí gracias al agua y al viento, que nos han ayudado a escondernos. Gracias a la tierra, que nos ha dejado atravesar tus murallas. Y gracias al fuego, que nos ha concedido la pasión y la fuerza arrolladora para luchar. Nuestros poderes son débiles y se agotan con facilidad, pero son suficientes para derrotaros.
—Explicame
cómo habéis conseguido entrar en mi iglesia.
Los ojos
de Blake se llenaron de pena.
—¿Recuerdas la última "bruja" que quemasteis mientras yo estaba en el calabozo?
—Sí, esa rubia chillona que no paraba de berrear mientras la llevaban al juicio divino— respondió el hombre con tono despectivo.
—Era mi
hermana—contestó Blake con voz glacial. —Se llamaba Diana.
El Papa se
puso repentinamente pálido y se agarró a la mesa tras él. Trató de mantener la
compostura pero le temblaban las piernas.
Blake
prosiguió.
—Ella fue
la primera de todas nosotras en aprender magia, una magia que ninguna hemos
conseguido controlar. Logró dominar el éter, el alma de las personas. Ordenó a
uno de tus guardias que me liberase, me escondiese y me entregase las llaves de
la puerta trasera de tu iglesia, mientras todo el mundo estaba distraído viendo
como mi hermana era... juzgada.
La cara
del Papa se llenó de odio mientras el cuerpo de Blake comenzaba a destensarse.
Ella cerró los ojos tres segundos, respiró y, al volver a abrirlos, volcó la bolsa
de tela y puso sobre su mano el polvo con aspecto metálico que había dentro de
ella.
—No eres
más que una asquerosa adoradora de Satán, pagarás por todos tus pecados—amenazó
el hombre.
Blake no
reaccionó. Se limitó a mirar fijamente a los ojos de aquel Papa nervioso y
asustado. No había ni el menor atisbo de dignidad ni santidad en aquel personaje,
tan solo malicia, fanatismo y misoginia.
Ella sopló
el polvo de su mano y éste se repartió por toda la estancia, por el suelo, el
techo y el cuerpo del Papa.
—Ahora
sabrás lo que se siente—siseó ella.
Agarró una
vela que había en una mesa de al lado.
—¡Espe...!—intentó
decir el Papa, pero antes de que le diese tiempo, Blake ya había lanzado la
vela al suelo, frente a él.
En
cuestión de tres segundos, toda la habitación quedó envuelta en furiosas llamas verde esmeralda, tiempo suficiente
para que Blake saliese y cerrase la puerta, atrancándola para que aquel ser
despreciable no pudiese escapar. Estaba perdido. El abrasador calor que invadía
la estancia consumiría cada molécula de su cuerpo.
Blake
esquivó el cadáver de Titán sin siquiera mirarlo y se dispuso a marcharse por
el pasillo, mientras escuchaba los gritos de desesperación de aquel enfermo
sanguinario que había asesinado sin piedad a su aldea.
—Gracias
hermana—dijo Blake. Una ardiente lágrima trazaba sobre su pálida mejilla el
recuerdo del dolor y del amor más profundo.
Al salir
de la iglesia, que en breve terminaría siendo consumida por las llamas, se
encontró en la plaza central con diecisiete amables sonrisas que la esperaban.
Sus compañeras habían sido heridas pero se habían enfrentado valerosamente a su
suerte. Blake no podía estar más orgullosa.
Por fin
había acabado, podrían volver a vivir en paz. Pero el destino es traicionero y
no quiere que levantes la cabeza.
A lo lejos
escucharon el sonar de unos tambores, en el camino de la puerta norte. Era una
guardia real que se dirigía del castillo hacia el pueblo.
El Papa
había solicitado cincuenta soldados al rey, días atrás, para ayudarlos a
encontrar a las brujas escondidas. Estos soldados, al ver el distante fuego que
iluminaba la noche, corrieron para llegar a su destino.
El plan de
las jóvenes para huir del pueblo sin ser vistas ya no sería posible, pues la
única salida de la muralla que no estaba siendo devorada por el fuego estaba en
dirección a los soldados que se acercaban. No tenían fuerzas para luchar más, y
menos aún contra una guarnición completamente pertrechada.
Si rodeaban la iglesia por la izquierda, se encontrarían con los guardias y gente del pueblo que había salido a la calle al principio, y que se estaban acercando a la plaza por varias calles. Y si lo hacían por la derecha, el mar les cortaba la retirada a un centenar de metros de distancia.
Las
mujeres observaban nerviosas la situación, preguntándose qué podrían hacer.
Y, de repente, sin que nadie lo hubiese esperado, en medio del silencio comenzaron a escucharse cantos de sirena.
EPÍLOGO:
Tras sacar
a las brujas de aquel pueblo, las sirenas llevaron a las mujeres, a través del
mar, a una isla perdida, llena de naturaleza, animales y color.
Nadie las
podría encontrar jamás y, de esta manera, ambas especies podrían vivir tranquilamente,
en armonía con la vida, como tanto deseaban.
Con el
tiempo, todo el mundo se olvidó tanto de las brujas como de las sirenas, convirtiéndose
en meras leyendas.
Pero esa
isla perdida todavía existe en algún lugar de este planeta.
Y nadie debe acercarse.