Como
en otras ocasiones, la hierba de infinitos tonos verdes que le llegaba al
pecho, le hacía sentir como sumergida en un extraño pero apacible mar ondulante,
salpicado de islas humeantes en la distancia. Tras ellos, la Cordillera
Circumpolar, a dos días de distancia, iba quedando reducida a un difuminado
borde dentado de colores desvaídos en la lejanía. Sólo las cumbres nevadas
brillaban todavía con intensidad bajo el Sol del mediodía.
Por
suerte, en aquellas latitudes, el Sol tan oblicuo no calentaba como al sur de
las montañas… En las Llanuras de Fuego no había bosques, ni árboles solitarios.
Sólo hierba. Infinita y uniforme hierba esmeralda. Ni una sola sombra, a
excepción de la que arrojaban los volcanes, y sus penachos de ceniza, el más
cercano a otros dos días de caminata.
Precisamente,
era gracias a aquella ceniza cargada de minerales, que los vientos arrastraban
por todo el Confín del Mundo, que existían las praderas y las exuberantes selvas
circumpolares de aquellas latitudes.
Nada
de aquello importaba a Iria. Sólo disfrutaba de la salvaje belleza del entorno.
Pero allí no se podía bajar la guardia. La Llanura de Fuego guardaba muchas
sorpresas desagradables y traicioneras al viajero descuidado… como los grupos
de carnívoros que acechaban y cazaban a sus presas al amparo de la alta hierba.
Tras
el breve descanso, Iria montó de nuevo en Sem y prosiguieron su camino con
precaución. El kuort sabía seguir, con absoluta fiabilidad, las sendas que las
manadas de herbívoros abrían en las praderas con sus desplazamientos en busca
de pastos tiernos. Los kuorts eran animales relativamente bajos, y su cabeza
apenas asomaba sesenta o setenta centímetros por encima de la altura media de
la hierba circundante. Por tanto, el alcance de su visión era de unas pocas
decenas de metros alrededor. Pero Iria, al ir montada sobre él, gozaba de un
campo de visión mucho más amplio, con lo que podía percibir movimientos
sospechosos en aquel océano verde a mayor distancia que Sem. Esto, unido al
agudo oído y el finísimo olfato del kuort, les permitiría reaccionar mucho
antes a cualquier peligro.
Al
mismo tiempo, había que avanzar pendiente de las grietas, hoyos, rocas,
depresiones y arroyos que aparecían de pronto ante uno, camuflados entre la
hierba, que siempre parecía uniforme en todas direcciones. Así pues, Iria se
encargaba de vigilar los alrededores atentamente, y Sem de mirar dónde pisaban.
Hacían un muy buen equipo.
Tras
un buen rato de cabalgata, se toparon con un ancho arroyo de aguas cristalinas,
con las orillas cubiertas de barro negro muy fino, en el que brillaban miríadas
de minúsculas partículas. Iria, tras cerciorarse que no había movimientos
sospechosos en la pradera, desmontó con el cuchillo en la mano, e hizo que Sem
bebiese tanto como quisiese. Luego, el fiel animal levantó la cabeza y vigiló a
su vez mientras ella llenaba las cantimploras y bebía también. Además, llenó
una de sus bolsas de cuero con aquel barro negro, muy cotizado por sus
propiedades médicas y cosméticas. Allí mismo encontró, también, unos grandes bulbos
de kalera, una planta con estupendas propiedades analgésicas y
antiinflamatorias. Se iba a levantar cuando, al girar el pie, algo brilló junto
a él. Lo cogió, lo lavó en el agua y se sorprendió al sostener entre sus dedos
una gruesa pepita de oro de unos cuatro centímetros. No era una fortuna, pero
le permitiría alquilar una modesta vivienda durante el invierno, por ejemplo.
Levantó la vista hacia Sem y vio que permanecía atento, pero tranquilo, así que
decidió hurgar un poco más… si había una pepita, podría haber otras.
Pero
sólo buscó un par de minutos. No quería quedarse mucho tiempo allí, a
descubierto. No era prudente. Siempre había tenido muy en cuenta que la
avaricia era la peor compañera. "Coge
un poco de cada sitio y no pares de moverte… no te quedes NUNCA parado llenando
las alforjas en un mismo sitio, porque algo con garras y dientes te puede
sorprender cuando más absorto estés en recoger riquezas", había
escuchado decir a un viejo aventurero a otro, años atrás en una de las tabernas
de Riakh.
Se
irguió, con otras tres pepitas más pequeñas en la mano, comprobó el mar de
hierba a su alrededor, aseguró las alforjas, la silla y lo demás, y se pusieron
de nuevo en marcha. Iria volvió a montar a Sem en cuanto cruzaron el arroyo. A
su alrededor, todo era nuevo y desconocido, aunque no obstante familiar.
En
aquella ocasión habían llegado a las Llanuras de Fuego atravesando territorio inexplorado.
Ella siempre había alcanzado las praderas desde Riakh, en sus furtivas
incursiones antes del destierro. Y en las otras tres ocasiones tras su
expulsión, había cruzado la Frontera desde Fruendar. Las rutas en línea recta
desde las aldeas de la Pre-cordillera Circumpolar eran las más frecuentadas,
conocidas y relativamente seguras. Los aventureros no solían apartarse mucho de
ellas, y menos en las Llanuras. En aquella ocasión había entrado en el Confín
del Mundo por un cañón poco conocido, a medio camino entre Riakh y Lerobán. Lo
había visto tiempo atrás en un viejo mapa, y siempre se había preguntado si
cruzaría hasta la Frontera, o sería impracticable al final. Para su sorpresa,
disimulada bajo un caos de enormes rocas amontonadas, había una larga y
espaciosa gruta con un turbulento torrente en su interior, que atravesaba la
montaña por debajo, a lo largo de más de dos kilómetros, hasta llegar a las
praderas que se extendían entre la Pre-cordillera y las lindes de la selva
fría.
Pero
en los tres días que habían pasado huyendo del maldan, se habían extraviado y se
vieron obligados a seguir una ruta desconocida. Así que alcanzaron las Llanuras
de Fuego por un camino totalmente nuevo...
…
lo cual hizo que Iria enmudeciese de asombro un par de kilómetros más adelante
del arroyo de las pepitas de oro.
En
una ancha depresión casi circular, de más de cien metros de diámetro y unos
quince de profundidad en el centro, contrastando su nívea blancura con el
oscuro verdor de la hierba mucho más corta que tapizaba aquella especie de
cráter, descansaba el inconfundible y antiguo esqueleto completo de un dragón
volador.
La
joven cayó al suelo de rodillas, con los ojos desorbitados. El corazón le
golpeaba en el pecho con violencia. Ni siquiera cuando probó el planeador, o
cuando se enfrentó al maldan, había sentido una emoción tan intensa. El mundo
empezó a dar vueltas a su alrededor y tuvo que ponerse a cuatro patas, a punto perder
el sentido.
Se
tranquilizó a duras penas y volvió a mirar hacia el esqueleto. Debía medir unos
veinte metros desde el hocico a la punta de la cola. Había sido un dragón
volador típico (los había que no volaban), relativamente mayor cuando murió.
Los restos estaban estirados, con los huesos de un ala partidos visiblemente.
Debió caer al suelo, se rompió el ala y se quedó allí, hasta morir. Los
carroñeros debieron dar buena cuenta de él y sólo quedaron los huesos, blancos
al sol.
Temblando,
la chica caminó despacio hacia el esqueleto, seguida por el cauteloso Sem,
presa de una emoción indescriptible, a medio camino entre la euforia total y la
reverencia.
Conforme
se acercaba pudo ver que había sido un dragón escamoso (los hay con plumas, con
pelo o con una piel oscura muy dura y correosa), pues sus grandes escamas
córneas, que no se habían descompuesto, estaban amontonadas alrededor y bajo el
esqueleto, a modo de lecho.
Se
detuvo ante el cráneo, coronado por dos largos cuernos. Ella sabía, por sus
lecturas, que el esqueleto de un dragón volador pesaba muchísimo menos de lo que
cabría esperar. Era aún más perfeccionado que el de las aves, ligero y
resistente. En su enorme caja torácica cabían perfectamente los sacos de vuelo,
unos dobles pulmones que se llenaban de hidrógeno puro, procedente de las
bacterias que vivían en su sistema digestivo. Así, el enorme dragón adquiría
flotabilidad en la densa atmósfera de Sabira y, con sólo el batir de las alas y
la ocasional ayuda de las corrientes térmicas, podía alzarse del suelo. Sin el
hidrógeno, jamás habría podido volar.
Hechizada,
alargó la mano hasta detenerse a milímetros del borde superior de la cuenca
ocular derecha. Aquel agujero vacío, que otrora alojase un extraordinario ojo
de dragón, la tenía hipnotizada. Como si de una reliquia sagrada se tratase,
Iria acarició levemente el blanco hueso, fascinada por su suavidad.
En
un primer momento, dejándose llevar por su obsesión, estuvo a punto de cargar
tantos huesos de dragón como pudiese. Pero aquel impulso pasó rápido. Era la
tumba de una criatura asombrosa… no estaría bien expoliarla. Se llevaría sólo
algunas cosas que ya estaban sueltas, sin dañar ni tocar más el enorme
esqueleto. Así, cogió una docena de escamas planas y puntiagudas de diferentes
partes, una garra de la articulación del ala, que estaba caída en el suelo al
descomponerse los ligamentos, y dos dientes que se habían desprendido de la
mandíbula superior. Nada más.
Se
alejó unos pasos, miró el esqueleto en su conjunto y, cerrando los ojos y
bajando la cabeza, le dio las gracias por aquella extraordinaria experiencia…
…
cuando Sem alzó la cabeza de repente y mugió con ansiedad.
Iria
se puso en guardia en un latido y miró alrededor.
Varias
criaturas estilizadas, de aspecto ágil y peligroso, de aproximadamente un metro
de altura y dos de longitud, les acechaban desde el borde de la depresión. Sus
dientes de sable y su pelaje a rayas de tonos verdes, la larga cola, la postura
bípeda y las garras curvas de sus "manos" le permitieron
identificarlos al momento.
Eran
tikashis azules (?), depredadores que cazaban en manada.
No
pintaba nada bien.
Iria
calmó a Sem con gestos de la mano, sin movimientos bruscos y sin quitar ojo a
los tikashis. Veía seis en total, y dos se estaban empezando a abrir por ambos
lados para cortarles el paso por el otro lado de la depresión. Querían rodearles
y atacarles desde dos o tres frentes distintos. Iria valoró sus opciones. Sem
jamás podría correr más que aquellas veloces criaturas bípedas. Los kuorts
estaban hechos para la montaña, para trepar por lugares casi imposibles con una
agilidad asombrosa, pero no eran muy buenos corredores. Por el contrario,
podían propinar unas coces demoledoras con sus pezuñas de tres dedos, y sus
pequeños y afilados cuernos tras las orejas eran unas decentes armas
defensivas. Además, el largo y denso pelaje hacía que fuese difícil alcanzar su
carne y sus órganos vitales.
Iria,
como Naish, estaba bastante más indefensa físicamente. Apenas era rival para la
agilidad, el armamento y la fuerza de cualquiera de aquellos animales. Pero
tenía las jabalinas, el cuchillo y el fuego. Los cazadores en manada no eran
suicidas. Si lograba herir de cierta importancia a dos o tres de ellos, suponía
que los demás se retirarían a prudente distancia. Les seguirían unos días, pero
no volverían a atacarles, a menos que les ocurriese algo y quedasen indefensos.
Con
cuidado, aflojó hábil y rápidamente las alforjas de Sem, así como las riendas,
para darle movilidad. Pero le dejó puesta la recia silla de cuero, que le
protegería el lomo y los costados. Ella se plantó ante el costillar del dragón,
cubriendo así su retaguardia de un ataque a traición, clavó las seis jabalinas
en el suelo, ante sí, encendió la antorcha, que también clavó en el suelo, a su
derecha, y aferró el recio cuchillo de monte.
Los
tikashis, mientras tanto, habían completado su maniobra envolvente y empezaron
a caminar amenazantes hacia el centro de la depresión, estrechando el círculo.
Iria contó ocho esta vez. O se habían unido dos más, o no los había visto antes
tras el borde.
No
le importó. Le bastaba con herir rápidamente a dos o tres y se largarían. Cogió
una jabalina y esperó el ataque, impasible. Se había enfrentado en solitario a
un maldan adulto. Aquellos mequetrefes no la asustarían. Cogió una jabalina y
se puso en posición de tiro. Sem plantó las patas en el suelo y pateó el suelo
con la pezuña delantera izquierda, bajando la cabeza y mostrando los cuernos.
Iria se sintió orgullosa de él. Era un fiel y valiente compañero. No podría
haber pedido mejor compañía… salvo, quizá, el dragón tras ella, vivo… y de su
parte, claro.
Los
tikashis estaban a unos quince metros de distancia. Los dos que venían por
detrás, viendo que el gran esqueleto les entorpecía el ataque, se abrieron a
ambos lados, de forma que la línea de ataque se convirtió en un semicírculo con
Iria, Sem y el dragón en el centro.
Los
cazadores se agacharon un poco en el suelo, abriendo las garras delanteras y
enseñando los dientes. Estaban a punto de atacar.
Iria
no dudó. En un solo movimiento rápido y fluido de su brazo derecho, agarró una
jabalina y la lanzó. Apenas ésta empezó a volar, ya tenía la siguiente en la
mano, preparada.
La
jabalina impactó en el animal del centro del grupo, que, sin esperarse la
rapidísima reacción de la chica, no pudo esquivarla a tiempo. Se clavó en su
pecho, justo bajo la pata delantera derecha, y le atravesó la piel y la carne,
asomando por el otro lado. No le tocó ningún órgano vital. Pero el animal
chilló como si lo estuviesen matando. Y, cuanto más se movía, más dolor le
producía aquel largo palo de casi dos metros atravesando su cuerpo. Los otros tikashis
vacilaron, e Iria aprovechó para lanzar la segunda jabalina. Pero su objetivo,
en alerta, saltó ágilmente y la lanza pasó de largo sin tocarle. Iria frunció
el entrecejo, contrariada. No esperaba que tuviesen unos reflejos tan rápidos.
De
pronto, los dos animales del extremo izquierdo de la línea de ataque saltaron
sobre Sem, que les plantó cara de inmediato. Logró tumbar a uno de un fuerte
cabezazo, sin causarle apenas daños. El otro saltó sobre su grupa y trató de
morderle con los dientes de sable, pero la silla de montar se lo impidió. El
kuort, manteniendo a raya su nerviosismo, saltó salvajemente de un lado a otro
y el tikash cayó al suelo, momento que su supuesta víctima aprovechó para
pisarle la pata con su pezuña delantera. El carnívoro chilló de dolor y se
revolvió contra el kuort, hundiendo sus dientes en los fuertes músculos de su
pata. Sem mugió, más de rabia que de dolor, y sacudió la pata bruscamente,
deshaciéndose del herido tikash.
Entretanto,
dos más se lanzaron sobre él y los otros tres enfrentaron a Iria. Ella lanzó la
tercera jabalina. Estando tan cerca, no podía fallar, y la lanza se enterró
profundamente en el muslo izquierdo de uno de los atacantes que, chillando y gruñendo,
se alejó de la pelea, mordiendo el palo que le dañaba. Sem saltaba y coceaba
salvajemente, manteniendo a raya a sus otros tres atacantes. Los otros tres
animales heridos, por su parte, mantenían las distancias, gruñendo
amenazadores.
Quedaban
cinco tikashis. Viendo que el kuort parecía ser una presa demasiado formidable,
dos se quedaron hostigándolo y el tercero se dirigió hacia Iria, por el
costado. La situación para la joven era muy peligrosa. Eran más tozudos y
decididos de lo que había imaginado en un principio. Estaban ya demasiado cerca
y sólo podría atacar a uno. En cuanto lo hiciese, los otros dos le saltarían
encima.
Asió
la jabalina por el extremo trasero con la mano izquierda, el cuchillo con la
derecha y, gritando salvajemente, avanzó un paso hacia los tikashis. Éstos, que
no se esperaban aquella reacción, vacilaron una décima de segundo, que Iria
aprovechó para descargar un veloz golpe circular con el palo, dirigido a la
cabeza del animal más cercano. Pero éste, rápido como el relámpago, esquivó el
ataque y saltó hacia adelante… y la chica lanzó su otra mano, con el cuchillo
por delante, y le provocó un largo corte en el costado al cazador…
…
pero así, su propio costado derecho quedó descubierto y el segundo tikash se
abalanzó contra ella, lanzando un golpe con la garra que desgarró la recia
chaqueta de cuero y la ropa de abrigo, arañando profundamente la carne del
costado de Iria. Ella chilló. Pero reaccionó rápida como una serpiente y lanzó una
cuchillada contra la pata de su atacante, provocándole un profundo corte en el
duro músculo. Al mismo tiempo, mantuvo la punta de la jabalina frente al tercer
tikash, impidiéndole acercarse.
El
que la había arañado retrocedió siseando. Iria, jadeando por la herida, bajó la
guardia un momento y el otro mordió la lanza, arrancándosela de la mano. Al
instante, saltó sobre ella y la derribó al suelo, lanzándole una dentellada a
la cara. Ella interpuso instintivamente el brazo y los dientes de su atacante
se enterraron en su carne. La joven rechinó los dientes con fuerza y el
cuchillo, que sujetaba en esa mano, cayó al suelo. El animal tironeó
violentamente del brazo y la chica pensó que se lo arrancaría. Gruesas gotas de
sangre le gotearon sobre la cara, al mismo tiempo que también la sentía correr
por el desgarrón de su costado.
Pero
no pensaba rendirse. Alargó el brazo izquierdo hacia la antorcha. Estaba
demasiado lejos. Furiosa, buscó algo con qué atacar, y sus dedos rozaron el
borde afilado de una de las escamas de dragón. La asió fuertemente y lanzó una
cuchillada con ella al costado del animal. La punta de la escama se clavó en la
pata delantera del carnívoro, que chilló y soltó su presa. Ella se protegió el
brazo instintivamente, apretando para contener la hemorragia.
Entonces,
el otro tikash aprovechó la vulnerabilidad de Iria y se lanzó a por su cuello…
…
al mismo tiempo que un furioso e imparable Sem se lanzaba sobre ambos con la
cabeza gacha y les descargaba un cabezazo bestial, que los mandó a unos cuantos
metros. Aturdidas, las criaturas trataron de ponerse en pie. El kuort se situó
ante su amiga, con las patas separadas y bufando colérico. Iria aprovechó para
recuperar el cuchillo, vendarse rápidamente el brazo con los restos de su
camisa y apretarse el costado herido.
Los
cinco tikashis se reagruparon y se lanzaron a por el kuort, aunque tres de
ellos sangraban. No eran heridas muy graves y, desde su punto de vista, merecía
la pena el esfuerzo. Confiaban en que sus presas caerían en breve. La pequeña
de pelaje rojo estaba herida. El aroma de su sangre los excitaba. Y el grandote
lanudo, entre cinco, sería carne enseguida.
Mientras
Sem luchaba desesperadamente contra los carnívoros, que le atacaban y mordían
por todas partes, Iria agarró la antorcha con un gesto de dolor y, de un salto,
atacó con ella al tikash que intentaba llegar al cuello de Sem. Hubo un
horrible siseo cuando el fuego mordió la carne del costado del animal, achicharrando
su pelo y dejando un desagradable olor a quemado. El carnívoro rugió escandalosamente,
soltó al kuort y salió corriendo, revolcándose en la hierba. Sem, por su parte,
logró tirar al suelo a los dos de su lomo, mientras los otros dos le mordían
las patas traseras. Iria volvió a usar la antorcha con el más cercano, que era
al que ella había herido con el cuchillo en la pata delantera, y le quemó el
abdomen. El animal se alejó retorciéndose, mientras su pelo humeaba.
Al
ver la situación, los otros tres dejaron en paz a Sem y se reagruparon con sus
compañeros gimoteantes a prudente distancia. Desde allí, miraron con odio a sus
"presas", que habían luchado tan formidablemente, y les gruñeron con
furia.
Como
si se hubiesen puesto de acuerdo, Iria y Sem avanzaron dos pasos, chillando
salvajemente la una, y mugiendo sonoramente el otro a sus atacantes. Éstos,
habiendo aprendido que no podrían nada contra aquellos dos, se marcharon
renqueantes por dónde habían venido.
Iria
saltó de alegría y Sem se puso a darle vueltas al trote, levantando la cola y
sacudiendo la cabeza, más que contento de haber vencido. De pronto, la chica
cayó de rodillas al suelo, sujetándose el costado, traspasada por un latigazo
de dolor. Aunque se reía, no podía ignorar el agudo dolor y la sangre que le
resbalaba por el cuerpo y la ropa. Tenía que curarse y curar a Sem. Éste,
preocupado, se acercó por detrás y le apoyó suavemente la cabeza en el hombro.
Iria lo acarició.
Cojeando,
ambos se dirigieron hacia el esqueleto del dragón y se metieron en su amplia caja
torácica. La joven lamentaba profanar el esqueleto de aquella asombrosa
criatura, pero era la única protección en los alrededores, y necesitaban dónde
guarecerse. Además, en un par de horas se haría de noche.
Iria
se vendó provisionalmente las heridas tras lavarlas con agua limpia,
constatando que, aunque aparatosas, no eran tan graves como temía. Luego se
dedicó a reforzar y acondicionar su refugio, usando los largos huesos de las
alas para meterlos entre las costillas, formando una especie de reja ósea. Los
ató fuertemente y echó por encima la recia pero ligera tela de la tienda de
intemperie.
Amontonó
los huesos de las patas traseras, las dos partes de la pelvis y las vértebras
lumbares y de la cola entre los huecos del enrejado, para dificultar así el
ataque de cualquier animal a través de éstos.
Cuando
ya el sol se acababa de esconder tras el borde de la depresión y el cielo
viraba a un profundo azul violáceo, la chica acabó su trabajo. Encendió una
hoguera ante la entrada del refugio, con la última leña que le quedaba, y ambos
se metieron dentro, tan juntos y lejos de los bordes como pudieron.
Entonces,
usando el barro del arroyo, los bulbos de kalera, el ungüento antiséptico que
guardaba en un cacharrito de barro cocido y las bandas de tela para vendajes,
empezó a curar metódicamente las heridas de Sem y las suyas. Usó el ungüento
con generosidad. Una infección allí, lejos de todas partes, podría ser fatal,
por mucho que en los ambientes fríos las infecciones fuesen poco frecuentes.
Además, no le costaría mucho reponerlo. El ungüento estaba hecho con aceite,
miel, polvo de carbón vegetal y cieno volcánico de las fuentes termales, muy
rico en yodo y potasio. Escocía bastante, pero cubierto por un poco del barro
negro, las heridas sanarían en muy pocos días. Preparó una infusión de kalera y
bebieron ambos, aunque le costó lo suyo obligar a Sem tomarse aquel líquido
amargo.
Pese
al agotamiento por la pelea, y a la debilidad por la pérdida de sangre, Iria
casi no durmió. Confiaba en el excelente instinto de Sem para vigilar, pero aún
así, apenas logró encadenar más de dos horas seguidas de sueño, atenta hasta al
menor crujido de la leña o las escamas bajo su cuerpo.
*
* * * * * *
Un
rayo de Sol la despertó. Por un momento se sintió desorientada. Pero, al tratar
de incorporarse, un latigazo de dolor en el costado le recordó su situación.
Hacía
bastante frío y su respiración formaba abundante vaho ante su cara. La hoguera se
había extinguido. En la Hondonada del Dragón, como había decidido llamarla,
eran vulnerables. No podían prever ningún ataque, pues no veían la llanura a su
alrededor. Debían salir de allí y dirigirse hacia alguno de los volcanes,
buscar un refugio cálido en alguna de las innumerables cuevas y túneles de lava
y recuperarse completamente de sus heridas. La Frontera estaba demasiado lejos,
y más en su actual estado. El volcán más cercano, que estaba coronado por
delgadas cintas de vapor, se hallaba a más o menos un día de viaje. Era alto y
con la típica forma cónica truncada, con un cráter lateral secundario y el
principal mellado por una profunda grieta. Era la opción más lógica (y mucho
más deseable que los volcanes activos, cuyas coladas de lava, gases venenosos y
explosiones, podrían liquidarlos al instante).
Así
pues, Iria se levantó penosamente y Sem la siguió afuera. Cambió los vendajes
del leal kuort y verificó el estado de las heridas, tras lavarlas de nuevo.
Tenían muy buen aspecto. Les aplicó ungüento y barro y las dejó al aire libre,
sin vendar, para que respirasen y cicatrizasen mejor. Luego hizo lo propio con
las suyas, pero sí que se vendó el costado, pues el roce de la ropa contra la
carne abierta era insoportable. El brazo herido, al igual que con Sem, lo dejó
al aire. A continuación, volvió a pelearse con el animal para que se tomase el
líquido antiinflamatorio que preparó la noche anterior.
Recogió
todas sus cosas, las cargó sobre la grupa del fuerte kuort y se quedó mirando
el dragón, libre ya de la carpa de intemperie. Se entristeció al ver una pila
de huesos amontonados en lugar del magnífico esqueleto que la había
impresionado al llegar. En un impulso, decidió dejarlo tal y como estaba antes,
así que se puso a recoger los huesos y a colocarlos en su lugar tan bien como
pudo, haciendo constantes muecas de dolor. Pero lo ignoró y continuó con su
trabajo, metódica y concentrada. Cuando acabó, una hora después, se dirigió
hacia Sem. Una repentina ráfaga de viento le agitó el cabello, que se enganchó
en una fina costilla flotante de la gran caja torácica. Al hacer el gesto
instintivo de liberarse, la costilla, cuyo cartílago de unión a la vértebra era
poco más que polvo, se desprendió. Iria se la quedó mirando.
Medía
cerca de un metro veinte de largo, con una perfecta forma curva. Ligera,
resistente y flexible, era un prodigio de la Madre Naturaleza. La cogió con
delicadeza y, en su mente, vio un magnífico arco. Miró hacia el cráneo del
dragón y le pareció verlo sonreír. Algo en su interior le dijo que aquello era
para ella, que se lo había ganado de algún modo. Sonaba a locura, pero su
corazón le decía que el dragón le regalaba aquella costilla.
Saludó
al cráneo muerto con una inclinación de cabeza, llegó hasta Sem y, con algún
esfuerzo, ambos se pusieron en camino hacia el volcán de la grieta en la
cumbre.
A
mediodía pararon a descansar un poco a la orilla de una pequeña laguna que
acababan de encontrar, manteniéndose a prudente distancia del agua, por si había
alguna sorpresa subacuática. Estaban cansados de vigilar la inacabable hierba a
su alrededor, en alerta ante cualquier nuevo ataque. Al otro lado de la laguna
pudieron ver varios ejemplares de un numeroso grupo de Seispatas, unas curiosas
criaturas acorazadas cubiertas de gruesas placas córneas apiladas, de unos siete
metros de largo por tres de alto y ancho. No tenían cuello ni cabeza
diferenciada en su cuerpo en forma de lágrima. Caminaban por las praderas
desplazándose sobre tres pares de robustas patas, de ahí su nombre. Eran
criaturas pacíficas, herbívoras y sociales. En su parte frontal tenían dos
grandes ojos azules y una enorme boca en forma de trompa ancha y aplanada, con
la que arrancaban grandes manojos de hierba para alimentarse.
Más
allá, en la pradera, vislumbraron dos enormes ejemplares de Konialts de Cuello
Largo, gigantescos animales de treinta toneladas, con cuatro patas como
columnas, dos largas colas que usaban para ahuyentar a los predadores, y un
espectacular cuello de seis metros, que levantaban de vez en cuando para
vigilar la Pradera, a kilómetros de distancia, gracias a la increíble agudeza
de su vista. Estaban emparentados con los dragones, como atestiguaban sus
cráneos de largos cuernos y sus huesos primitivamente ahuecados, pero hacía
eras que habían divergido, abandonando incluso la dieta carnívora de sus
ancestros. Estaban cubiertos por un largo y denso pelaje blanco de reflejos
irisados que caía desde el lomo y la crin, abrigando todo su cuerpo. Sólo los
jóvenes tenían colores de camuflaje, pues eran vulnerables a los depredadores.
Pero en cuanto pasaban de las cinco toneladas, más o menos a los dos años de
vida, ya no había ningún animal capaz de ponerles en peligro. Entonces
desarrollaban la extraordinaria y vistosa capa de pelaje blanco de los adultos.
En
el agua, ante ellos, pudieron ver varias aves acuáticas, que nadaban buscando
pececillos o insectos de los que alimentarse. La escena era muy tranquila, no
parecía haber peligro en las cercanías.
Un
trío de encantadores Allakhis Grises se detuvo ante ellos un momento, los
miraron con curiosidad, y siguieron merodeando por la orilla, entre la hierba.
Eran unos monísimos animalitos parecidos a ratones, de unos veinticinco
centímetros de largo, con grandes y espesos bigotes, enormes ojos negros de
botón, estrechas y largas orejas muy tiesas y un denso y suavísimo pelaje gris
perla con reflejos metálicos. Se desplazaban a saltitos sobre sus patas traseras,
equilibrándose con su larga cola, cuyo apretado y largo pelo le daba un aspecto
grueso y mullido. De hábitos diurnos, comían semillas, bulbos y pequeños
insectos. Eran criaturas muy curiosas, inteligentes y sociales. Muchos Naish
los tenían de mascotas en sus casas, pues eran limpios, silenciosos y mantenían
las casas libres de bichos. Además, cuando estaban contentos o relajados,
ronroneaban de un modo adorable.
Iria comió frugalmente, envidiando a su compañero, que pacía la alta y jugosa hierba con deleite. Le quedaban cuatro raciones y algo de fruta. Entre la larga persecución del Maldan, el ataque de los tikashis y el desconocimiento de la región, no había podido procurarse apenas alimentos frescos. Debía marcar la búsqueda de provisiones como objetivo prioritario, junto al refugio, o estaría en peligro. Necesitaba curarse y reponerse plenamente para sobrevivir en las Llanuras de Fuego. Y sin suficiente alimento, su futuro era muy poco prometedor.
Dejó
el lápiz y el cuaderno, en el que había estado dibujando un mapa del camino que
habían seguido hasta allí desde la Circumpolar, en la alforja de Sem, se
levantó apretando los dientes de dolor, y se puso a recorrer tranquilamente el
perímetro de la laguna, atenta a los movimientos de la hierba y de la
superficie del agua.
Había
muchos peces, y se alegró al ver varios tipos de plantas con partes
comestibles, como tallos o bulbos. Entre unas hierbas encontró unos cuantos
nidos de aves acuáticas, con varios huevos. Cogió cinco, uno de cada nido a su
alcance, y se los guardó en la bolsa. También recogió tubérculos, raíces,
bulbos y tallos comestibles, con lo que llenó la mitad de la bolsa.
Los
Seispatas se alejaron de ella sin prisa. Nada tenían que temer de aquella
criatura escuálida, sucia y que olía a sangre. Pero tampoco les gustaba verla
entre ellos. Como eran animales muy pacíficos y ella no representaba ninguna
amenaza, simplemente se apartaron unos metros de ella hasta que siguió su
camino, y volvieron a la orilla a beber. Iria sonrió tristemente. Hasta los
Allakhis la consideraban inofensiva.
Pendiente
de la orilla, tropezó con algo semienterrado en el barro y casi cayó al suelo.
Jadeó de dolor, sintiendo que la costra de la herida del costado se desgarraba.
Volvería a sangrar otra vez. Fastidiada, miró con ira el pedrusco con el que
había tropezado… y se sorprendió muchísimo al ver que era una placa dorsal de
un Seispatas. El escudo córneo, de tono ocre oscuro, era aproximadamente un
óvalo de unos ochenta centímetros por cuarenta, con un grosor de unos cinco
centímetros. Los bordes eran romos y su superficie abultada. Se agachó y estiró
de él. Tuvo que vencer la succión del barro, pero cuando lo tuvo en las manos,
se sorprendió de lo ligero que en realidad era. Lo limpió como pudo en el agua,
tranquila al ver que los Seispatas seguían bebiendo con absoluta calma. La cara
interior era arrugada y escabrosa, revelando dónde se había adherido a la piel
bajo ella. Al parecer, los Seispatas mudaban las placas de su coraza. Era algo
que desconocía.
Decidió
quedarse la placa. Podría haber sido un buen escudo cuando se enfrentó a los
Tikashis en la Hondonada del Dragón. Se marcó el propósito de, en cuanto
estuviese instalada, fabricar un arco con la costilla del dragón y un escudo
con aquella ligera y resistente placa de Seispatas.
Siguió
rodeando la laguna hasta que regresó a dónde había estado sentada. Sacó unos
largos y flexibles palos del costado de una de las alforjas, los ensambló entre
sí con los encajes metálicos que tenían al efecto, y dispuso así de una larga y
elástica vara. Anudó un trozo de sedal en la punta y escarbó en el barro,
buscando alguna larva o gusano para hacer de cebo en el anzuelo del otro
extremo.
Lanzó
el sedal al agua, clavó la caña de pescar en el barro, la aseguró con unas
piedras y esperó, mientras arreglaba sus pertenencias. No habían pasado ni
cinco minutos, cuando el primer pez picó el anzuelo. En la media hora siguiente
consiguió otros tres ejemplares, de tamaño mediano. Tenía suficiente comida
para una semana. Satisfecha, y más tranquila, recogió todo, llamó a Sem, le
colocó los arreos y las alforjas, comprobó el estado de las heridas de ambos, y
se pusieron en camino hacia el volcán, a pocas horas de distancia frente a
ellos.
La
caminata fue tranquila, sin sobresaltos. En algunos lugares se detuvieron
momentáneamente para que Iria pudiese recoger algunas provisiones más. En un
par de horas empezaron a ascender la ladera del volcán, en la que la alta
hierba empezó a dejar lugar a un pasto más corto y variado, aumentando mucho el
alcance de la visión. Enormes rocas de lava negra y porosa asomaban por ladera
aquí y allá, mientras bajo sus pies, el suelo empezó a cambiar de textura,
pasando del mullido manto de humus y barro de las praderas, al crujiente sonido
de la ceniza y la escoria finamente fragmentada. El brillo ocasional de
diversas vetas de minerales y metales salpicaba la ceniza negra, ocre y rojiza,
que resaltaba espectacularmente el brillante verde del pasto.
Era
un espectáculo precioso. Iria se detuvo un momento y miró atrás. La Llanura de
Fuego se extendía a sus pies, ondulando con el viento en olas iguales a las del
mar. Tras ella se alzaban hacia el cielo los más de tres mil metros del cono
del volcán, con más de la mitad de la altura cubierta de hielo centelleante al
Sol. Leves penachos de vapor coronaban el cono superior, así como algunos
puntos a lo largo de la ladera; signo inequívoco de la presencia de grietas en
la montaña, que llegaban hasta el corazón del volcán.
La
joven miró a su alrededor y, para su sorpresa, encontró una oquedad entre unas
grandes rocas, a unos cien metros ladera arriba y a su izquierda. Quizá sería
un buen lugar para descansar y recuperarse. Esperaba encontrar cavidades en las
que resguardarse, pero no pudo por menos que sorprenderse de haberlo conseguido
tan rápido.
Se
pusieron en marcha, penosamente, pues la ladera empezaba a empinarse y había
muchas rocas y ceniza suelta, a pesar del manto de hierba. Veinte minutos
después llegaron a la cueva. Iria comprobó, complacida, que era profunda,
amplia y seca. Y cálida. El suelo estaba cubierto por un manto de fina arena de
ceniza. Perfecto. Era suave y no levantaría polvo. La entrada estaba a
sotavento, con lo que las corrientes de aire dominantes no entrarían y podrían
instalarse con bastante comodidad. Ante la boca de la cueva, un poco a su
izquierda, la ladera se aplanaba y formaba una gran terraza relativamente
llana, de casi media hectárea, cubierta de pasto. Sem podría comer durante
varios días allí, sin tener que recorrer arriba y abajo las inclinadas laderas.
Por
el lateral de la cueva, a unos veinte metros, se precipitaba un arroyuelo
cantarín, apenas un hilillo de agua cristalina y centelleante, procedente del
deshielo del casquete del volcán. Formaba varias pequeñas cascadas y
charquitas, con lo que tenían asegurado el suministro de agua.
Era
un lugar perfecto para recuperarse de sus heridas y reponerse completamente. En
unos días estarían en plena forma, e Iria podría dedicarse a llenar las
alforjas de valiosos minerales con los que comerciar al regresar.
"… si regresamos…", pensó,
repentinamente sombría.
Y
entonces tuvo una extraña sensación… Como un… un… escalofrío cálido que descendió desde su nuca hasta
el mismo centro de su corazón. Aturdida, sacudió la cabeza y la sensación pasó…
al igual que el repentino pesimismo de un instante antes.
"Qué raro…"
Pero
lo primero era lo primero. Había que acondicionar el lugar. Quizá, incluso,
dejarlo preparado para otras ocasiones y otros exploradores. No era fácil
encontrar un buen refugio. Además, había una especie de código de honor no
escrito entre los Buscadores, por el cual cualquiera podía usar cualquier
refugio, en tanto en cuanto lo dejase en el mismo estado en que lo encontró, y
que se compartiesen las localizaciones de los refugios nuevos. En la práctica,
muchos seguro que no lo harían, y otros habrían perecido antes de poder
comunicar si habían descubierto algún buen escondite. Pero el sentido del honor
de Iria era muy alto y siempre había cumplido las reglas.
Llamó
a Sem y le quitó todas las alforjas, la silla, los arreos y las riendas. El
animal, libre completamente de todos aquellos añadidos artificiales, se sacudió
vigorosamente y trotó feliz por la terraza herbosa.
Durante
las siguientes dos horas antes de que el Sol se escondiese, la chica estuvo
ordenando, preparando y organizando el interior de la cueva, tras descansar un
poco su cuerpo dolorido. Arrancó grandes puñados de hierba alta de más abajo y
preparó un amplio lecho mullido para los dos. Puso una de sus telas de campaña
ante la boca de la caverna, para cerrarla un poco al frío de la noche. También
preparó un círculo de piedras ante la entrada, para encender una hoguera si
hiciese falta… aunque apenas le quedaba leña. Al día siguiente exploraría los
alrededores. En las laderas solían crecer arbustos leñosos y algunos árboles
raquíticos, con los que podría reponer algo de leña. Organizándolo todo
mientras pensaba en como estaría su aldea, sus compañeros, su mejor amiga.
Cuando
acabó, el Sol se estaba escondiendo tras la Circumpolar. Ambos se sentaron al
borde de la terraza, Iria con los pies colgando en el vacío, y admiraron la
puesta de sol. El cielo, inflamado de increíbles colores violáceos, anaranjados
y carmesíes encendidos, les transmitió una serena tranquilidad. En breve
saldría el Sol Rojo e iluminaría el mundo con su trémulo fulgor encarnado.
Entraron
en la cueva, se acurrucaron juntos sobre el lecho, sintiendo su perfume a
hierba recién cortada y, por primera vez en días, durmieron como troncos toda
la noche.
*
* * * * * *
Los
tres días siguientes fueron de los más tranquilos de toda su aventura. Iria se
dedicó a investigar las dos salas de la cueva y a hacerla más confortable, con
la inestimable ayuda de Sem. Se hicieron con una buena provisión de leña de un
bosquecillo cercano. Los árboles estaban muertos tras alguna emanación de gas
tóxico muchos años atrás, así que no tuvieron ningún problema para cortar la
leña reseca. En pocos viajes llenaron casi toda la pared posterior de la cueva.
La chica descubrió que, en la sala de atrás, más cálida pero angosta e incómoda,
había una mancha de humedad en la pared derecha. Tras escarbar durante un rato,
apareció un chorrito de agua embarrada, que se aclaró rápidamente. Iria
construyó un pequeño receptáculo con roca y ceniza unidas con barro, lo secó
con fuego y luego dejó que el agua lo llenase. Así, dispuso de un pequeño
suministro de agua dentro de la cueva, sin tener que salir afuera. El agua, por
su parte, se filtraba a través del suelo y desaparecía, sin duda volviendo a su
curso natural a través de la montaña.
Cada
día bajaban a la laguna, en la Llanura, en un viaje de casi cuatro horas ida y
vuelta, y recolectaban tantas provisiones como pudiesen acarrear. Básicamente,
bulbos, raíces y tallos comestibles, pescado, huevos, algún ave o roedor que
caía en sus trampas... También rellenó otra bolsa de cuero con barro negro de
la ladera del volcán. Encontró otras tres placas córneas de Seispatas, algún
cuerno blanqueado de Konialt, algunos kilos de minerales valiosos merodeando
por la falda del volcán (incluidos un hermoso zafiro, de cinco centímetros
encastrado en un trozo de escoria y que era una pequeña fortuna en sí mismo, un
par de pequeñas esmeraldas del tamaño de la uña del dedo pequeño y unos pedazos
de malaquita de gran pureza), y más plantas medicinales.
En
aquellos tres días la chica aprovechó también para mejorar sus armas. Aún no
tenía con qué montar la cuerda del arco, ni tenía material para flechas. Pero
usó algunas de las escamas de dragón más delgadas para hacer puntas para sus
jabalinas. Las escamas, duras como el acero, podrían penetrar con facilidad la
carne de cualquier criatura no acorazada. Con la placa del Seispatas se
construyó un escudo muy aceptable, vaciando y suavizando la parte interior y
colocándole dos tiras de cuero para el brazo izquierdo.
La
mañana del cuarto día descubrieron un cadáver muy reciente de un joven Konialt.
Iria estaba segura de que había muerto hacía pocas horas. Lo miró con tristeza,
conmovida por la expresión aterrorizada y fatal que había quedado congelada en
la mirada del animal. Su cuerpo presentaba grandes heridas y estaba
parcialmente comido. Había algún gran depredador por la zona, aunque las
huellas eran muy confusas y no pudo identificar ni la especie ni el tamaño.
Grande, sí… pero, ¿cuánto?. Aquello no era bueno. En todo su viaje no se habían
encontrado, ni siquiera de lejos, con ningún gran depredador en la Llanura de
Fuego. Sólo el maldan en la Selva Fría y con los tikashis. Que, de repente,
hubiese algo lo suficientemente grande por allí cerca como para eliminar a un
Konialt adolescente, no era en absoluto tranquilizador.
Pero
el cadáver en sí, sí era un buen hallazgo. En cuanto se repuso del breve atisbo
de pena por la muerte del animal, cogió su cuchillo, cortó unos buenos pedazos
de carne en excelente estado (en aquella latitudes, la carne se conservaba sin
problemas al menos un par o tres de días) y se hizo con los cuatro largos
tendones de las patas, para su nuevo arco. También cortó largos mechones de
pelo de la crin, para fabricar útiles cordeles.
De
regreso a la cueva, preparó parte de la carne y el pescado para ahumarlo, y puso
el resto a secar para preparar raciones en conserva, colgándolos en unos
soportes que había preparado al efecto, cerca de la entrada, dónde la
temperatura era más fresca. En aquel ambiente fresco y seco, se conservarían
durante meses. Si encontraba cerca del volcán alguna de las enormes vetas
salinas de la Llanura de Fuego, restos de un antiquísimo mar que se había evaporado
millones de años atrás, o alguna de sus lagunas hipersalinas, recolectaría sal
y conservaría las provisiones en salazón, que en aquellas latitudes durarían
años.
El
humo ascendía perezosamente por el hueco entre la roca y la cortina de la
entrada, saliendo al exterior sin cargar el ambiente dentro de la cueva. Dos o
tres horas de ahumado y tendría provisiones suficientes para el regreso.
De
pronto, escuchó un mugido aterrorizado de Sem. Iria cogió las tres jabalinas
que guardaba en la entrada, el escudo y el cuchillo de monte y saltó al
exterior…
…
y la sangre se le heló en las venas, al ver a un enorme dragón negro
abalanzarse sobre Sem desde el cielo.
Un
latigazo de terror recorrió su espina dorsal, paralizando su cuerpo y su mente.
El gran dragón, con las enormes alas extendidas, las babeantes fauces abiertas
y las garras extendidas, apenas se encontraba a unos metros por detrás y por
encima del indefenso kuort. Sem corría con toda su alma, pero el Destino había
querido que se encontrase en la parte más alejada de la alargada terraza cuando
el dragón empezó su ataque. Y los kuorts no eran buenos corredores. Sem estaba
muerto.
*
* * * * * *
Una
rapidísima secuencia de imágenes pasa por la mente de Iria. Imágenes de ella y
de Sem, de su vida juntos, de las veces que se habían consolado, apoyado y
superado adversidades juntos. De lo que habían sufrido juntos.
El
pánico da paso a una furia suicida y, sin pensárselo ni un instante,
perfectamente consciente de que nunca
será rival para una bestia de esa magnitud, la joven echa el brazo atrás y
dispara una de las jabalinas con toda su alma.
La
ligera lanza vuela recta y veloz hacia el dragón, impactando inofensivamente en
las escamas que protegen su cuello. No produce ni el menor rasguño, pero basta
para que la bestia, sorprendida por un ataque que en modo alguno espera, vire
de repente y gane altitud, alejándose de Sem.
El
kuort, a más de cien metros de distancia, sigue corriendo desesperadamente
hacia Iria, buscando la protección de la cueva. La chica lo llama a voz en
cuello, angustiada. Pero el dragón, veloz como una centella, gira en el aire y,
consciente ya de quién lo ha atacado, reanuda su ofensiva, plegando las alas
y lanzándose hacia Sem. Iria tira una jabalina al suelo y corre hacia su amigo,
ya a cincuenta metros de distancia. Acelera al máximo, forzando sus músculos
hasta el borde de la rotura, sintiendo la angustia atenazando su corazón.
Veinticinco
metros.
El
dragón se les echa encima veloz como el rayo. Sus garras destellan, mortales,
cerniéndose sobre Sem.
Una
parte de la mente de Iria no puede por menos que maravillarse de la
magnificencia del animal, la salvaje potencia, la fuerza, la elegancia y la
perfección de las formas de la criatura que ha sido su obsesión durante años.
Cinco
metros.
Iria,
desesperada, salta en el aire en plancha, interponiéndose entre Sem y las
garras del dragón.
Gira
sobre sí misma hacia la izquierda. Con el brazo izquierdo alza el escudo y con
la mano derecha, aprovechando el giro de su cuerpo, lanza su única jabalina, directa
a las fauces de la bestia.
La
garra izquierda impacta con fuerza demoledora contra la placa córnea del
Seispatas, lanzándola contra Sem. El impacto aplasta el escudo contra el
costado de la joven y le roba el aire de los pulmones. Ella oye claramente cómo
se le parten los huesos del antebrazo izquierdo y algunas costillas.
Cae
al suelo transida de dolor, boqueando, luchando por respirar.
La
garra derecha del dragón derriba a Sem, produciéndole varios cortes profundos. El
kuort aúlla de dolor.
El
dragón aterriza diez metros más allá con sorprendente suavidad, dado su gran
tamaño y lucha por quitarse la lanza que tiene clavada en el paladar.
Los
dragones voladores no tienen patas delanteras, pues éstas forman las alas, así
que carece de una garra con la que sacarse el palo clavado en la boca. Con la
garra única de la articulación del ala llega a las fauces, pero no puede
agarrar el palo. Así que se sienta y se arranca la jabalina con una pata
trasera.
Sem
se levanta a duras penas, sangrando profusamente. Mira a su amiga, derribada,
herida, tosiendo a su lado.
El
dragón gira su cabeza hacia él y lo mira feroz. Se sabe cazador. Sem se sabe
presa. Pero el valeroso animal se planta ante su amiga, protegiéndola de la
bestia, baja la testuz y resopla. El dragón no matará a Iria. Está decidido a
dar la vida por ella.
En
los ojos de la enorme bestia destella una divertida incredulidad. El pequeño
kuort morirá a la primera dentellada. Ha matado animales mucho mayores y mucho
mejor protegidos. Ese pequeño mequetrefe sólo será otro aperitivo que añadir al
cadáver que espera su visita en la falda del volcán.
Molesto
por el dolor que ha producido la jabalina en su boca, el dragón actúa rápido.
Gira veloz sobre sí mismo y le propina un cruel latigazo a Sem con la larga
cola. La formación de escamas que la remata, un arma poderosa y letal en forma de
afilada punta de lanza, abre el costado del animal como si fuese mantequilla.
Sem
cae fulminado como por un rayo, con la mirada vidriosa, jadeando débilmente. Le
quedan segundos de vida.
El
dragón avanza lentamente hacia su presa, agachando la cabeza, babeando de
anticipación.
Y
se detiene de pronto.
Un
destello rojo se eleva tras el caído kuort.
Tosiendo
convulsivamente, Iria se pone de pie. Su soberbia melena rojiza se agita al
viento. En sus ojos dorados, arrasados en lágrimas, brilla una furia
abrasadora.
Rodea
cojeando a su amigo, con la mirada fija en la del dragón. El brazo izquierdo le
cuelga inerte a lo largo del cuerpo, aún sosteniendo el escudo que, curiosamente,
no tiene el menor desperfecto.
Planta
las piernas en el suelo, con dignidad, un poco separadas. Estira la espalda,
con un hilillo de sangre en la comisura de los labios. Alza el brazo derecho,
con el cuchillo de monte ante ella. Un cuchillo ridículamente insignificante ante
los dientes, las garras y la lanza de la cola de la enorme bestia.
Sabe
que morirá. Que ambos morirán. Pero no va a dejar que ese dragón los devore a
ambos a placer. Venderá cara su (muy breve) vida.
El
dragón ladea la cabeza, incrédulo. Esa escuálida y ridícula criatura de pelo
rojo, que ni siquiera merece el esfuerzo de matarla, cree que puede rivalizar
con él. Cree que puede pelear contra él.
Si
no fuese porque se acerca la época de cortejo, y necesitará todo el gas de sus
sacos de vuelo, la achicharraría con una breve llamarada y punto.
Una
simple dentellada bastará. Vuelve a avanzar.
Iria
no retrocede. Sabe que va a morir. Pero está serena. No va a abandonar a Sem.
Lo han compartido todo desde hace años. También compartirán su triste destino.
Tiene
el cuchillo. Ni sueña con matar al dragón. Pero será un bocado amargo.
Las
fauces de la bestia se abren, a dos metros de ella. Su largo cuello se flexiona
hacia atrás, preparándose para atacar por última vez.
Entonces
Iria abre los brazos, gruñendo de dolor. En la derecha el cuchillo. En la
izquierda el inútil escudo.
Un
acceso de tos sacude su pecho maltratado y siente el sabor de la sangre en la
boca.
Inspira
profundamente, quizá por última vez, abre la boca para gritar desafiante…
… y
un rugido ensordecedor, aterrador, salvaje, sale de sus labios.
El
cuello del dragón se retira repentinamente, alejándose de ella.
Pero
algo no cuadra.
Los
ojos del dragón no la miran a ella… sino detrás
de ella. Además, sus pulmones están vacíos, pero el rugido sigue sonando.
Gira
la cabeza lentamente.
Y
no puede creer lo que ve.
*
* * * * * *
Magnífico
y terrible, con las garras de sus cuatro patas hundidas en el suelo, las alas
extendidas, las mandíbulas abiertas al máximo y la cola estirada, se encontraba
el dragón más extraordinario que Iria había visto jamás.
Sus
alas estaban cubiertas de enormes plumas largas, como las de un ave, pero mucho
mayores. De su cabeza, entre los cuatro largos cuernos, también salían largas y
delgadas plumas arqueadas, al igual que un penacho de ellas en la cola, a modo
de timón de vuelo. Un suave y apretado plumaje corto recubría el resto de su
cuerpo.
Nunca
había oído hablar de un dragón alado con cuatro patas. O tenían cuatro patas, o
dos patas y dos alas. O ninguna pata, ni ala, sino aletas, en el caso de alguna
especie acuática. O, incluso en un libro, había visto un dibujo de un dragón de
cuatro alas, sin patas.
Pero
lo más fascinante era el color. Iria lo miró hipnotizada, completamente
absorta, olvidando el dolor de sus heridas, la amenaza del dragón negro y su
precaria situación.
Era
de un extraordinario color verde esmeralda, centelleando al Sol como metal
bruñido y despidiendo intensos reflejos irisados, que daban la sensación de rodear al animal de un áura de luz multicolor.
Nunca
había tenido la menor noticia de ningún dragón verde. Ni uno sólo. Jamás.
Algo
le decía que aquella criatura era algo completamente nuevo. Algo único (y no
sabía cuánta razón tenía).
Lamentablemente,
no viviría lo suficiente para dejar constancia de ello. Si no tenía la menor
posibilidad contra un dragón, contra dos…
Ambos
empezaron a moverse de costado, amenazándose mutuamente, siseando y rugiendo,
mirándose a los ojos, ignorando al moribundo kuort y a la insignificante Naish.
El
dragón verde era más pequeño que el negro, sin duda un ejemplar más joven. No
obstante, había algo en él… algo especial. Una sensación de poder oculto, de
energía apenas contenida. Sus músculos ondulaban bajo el plumaje, tensos como
cuerdas de arco. Había plegado las alas y sólo se desplazaba sobre sus cuatro
patas.
El
dragón negro, por su parte, con su piel cubierta de ligeras escamas apiladas
como tejas del cuello hacia la cola, sus alas coriáceas dobladas a modo de
patas delanteras, su gran tamaño y sus poderosos músculos pectorales y la lanza
letal de la cola, era un animal magnífico… una poderosa y perfecta máquina de
matar.
El
dragón negro rugió desafiante, con la cabeza a ras de suelo y el lomo arqueado,
haciendo oscilar su cola en el aire. El verde siseó y mostró los dientes,
avanzando hacia Sem e Iria. Desplegó las alas en toda su longitud, se irguió
sobre las patas traseras y manoteó en el aire con las garras delanteras,
rugiendo de nuevo con toda su fuerza. Iria se tuvo que tapar los oídos.
El
negro vaciló, momentáneamente indeciso. Aunque mayor, no se fiaba de aquél
dragón que no había visto nunca. Le desconcertaban las dos patas delanteras con
sus largas garras. Aunque él tenía la cola, aquellas patas adicionales no
presagiaban nada bueno en un enfrentamiento. Si sufría algún daño en las finas
membranas de las alas con aquellas garras, no podría volar en los Rituales de
Cortejo. Además, el kuort y la Naish eran dos presas despreciables, apenas un
bocado y medio. Allá abajo, en la falda del volcán, le esperaba el cadáver del
Konialt que había abatido de madrugada, y que aún tenía más del doble de carne
que aquellas miserables criaturas.
Decidió
que no merecía la pena el enfrentamiento y el riesgo. Que aquel extraño dragón
verde se quedase con ellas.
Abandonó
su postura amenazante, se irguió y, lanzando un despectivo bufido, se dio la
vuelta, caminó hacia el borde de la pradera, miró una última vez atrás, y se
lanzó al vacío. En unos segundos se elevó en el aire, hermoso y majestuoso y
descendió hacia la Pradera en espiral, perdiéndose de vista.
Iria
lo siguió con la mirada hasta que desapareció y luego se dio la vuelta, para
enfrentarse al dragón verde.
Pero
éste no mostró la menor hostilidad. Sus enormes ojos plateados mostraban una
expresión entre preocupada y curiosa. Las alas descansaban relajadas a ambos
lados del cuerpo, la cola arrastraba por el suelo y los músculos de su cuerpo
apenas eran visibles bajo el plumaje. El animal no mostraba la menor intención
de atacar.
A
su pesar, Iria se relajó y ambos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo. En ese
momento su cuerpo se convulsionó de nuevo por un ataque de tos. Se tapó la boca
con la mano. Cuando dejó de toser, apartó la mano y la miró. En la palma tenía
una gran mancha de sangre de un rojo brillante. Alguna de las costillas rotas
había perforado un pulmón. Sin ayuda médica de ningún tipo, no le quedaba mucha
vida por delante. El dragón la miró, entrecerrando levemente los párpados.
Sem
se agitó en una convulsión. Su lengua colgaba fuera de la boca y su cuerpo
estaba cubierto de sangre. Tenía la mirada fija y vidriosa. Iria caminó un par
de pasos y cayó de rodillas ante la cabeza de su amigo. Lloraba
inconteniblemente y avanzó una mano temblorosa para acariciarle, musitando
palabras de ánimo que sonaban huecas e inútiles.
El
kuort movió ligeramente la cabeza y logró enfocar su ojo en ella. Iria percibió
el destello del alivio en su mirada. Ella estaba a salvo. Sem era feliz. Por
supuesto, ignoraba completamente el grave estado de su amiga y la presencia del
dragón verde. Ella apoyó su mejilla en la del animal.
Sintió
un soplido en su nuca que movió su cabello. Alzó la cabeza sorprendida y se
encontró con el hocico del dragón a apenas medio metro de su cara. Cayó hacia
atrás, jadeando de dolor y volviendo a toser convulsivamente. Pero el dragón no hizo
ningún gesto hostil. Desvió sus extraordinarios ojos de ella y miró
entristecido a Sem. Acto seguido, cerró los ojos y apoyó su cabeza suavemente
en el costado del kuort. Su plumaje se manchó de sangre, pero no pareció
importarle.
Y
lo que sucedió a continuación, jamás
se borraría de la memoria de la joven, por muchos años que viviese.
Inexplicablemente,
las heridas de Sem empezaron a cerrarse sobre sí mismas. El kuort se estremeció
y, de repente, la vida volvió a sus ojos. Pasaron de estar vidriosos y fijos a
iluminarse de nuevo. Cerró la boca y su respiración rápida y superficial se
volvió más profunda y regular. Movió las orejas y levantó la cabeza, mirando a
Iria sorprendido. Y aún se sorprendió más al ver al dragón apoyado en su
costado, con los ojos cerrados. Sin embargo, curiosamente no se asustó, ni se
puso nervioso.
Unos
segundos después, no quedaba el menor rastro de heridas en su cuerpo, y el
dragón abrió los ojos y se apartó de él, retirándose para dejarle sitio y que
se levantase. Sem se puso en pie, se sacudió y miró a Iria, que sonreía y
lloraba a mares.
Un
nuevo acceso de tos la sacudió y cayó de costado, respirando con mucha
dificultad. La sangre llenaba sus pulmones. Se estaba ahogando. Pero Sem estaba
vivo y a salvo. Era feliz. El kuort gimió de preocupación, pues olía la sangre
en el aliento de su amiga. Levantó la vista y miró al dragón verde, con una
expresión tan triste y desvalida que hubiese conmovido hasta al más cruel depredador.
El
dragón ladeó la cabeza y acercó su hocico al cuerpo maltrecho de Iria. No había
pensado en ningún momento en dejarla morir. No con lo que ella significaba para
él. Simplemente, Sem estaba en mucho peor estado y por eso lo había curado primero.
Iria
sintió un calor extraño que recorría su cuerpo, casi en el borde de la
sensación de quemarse. No era algo cómodo pero tampoco desagradable. Sintió
dolor en el pecho, en el brazo y en el costado. Sintió dolor en todo el cuerpo,
aunque perfectamente soportable. Sintió los huesos del brazo y las costillas
moviéndose por debajo de la piel, recuperando su posición natural. Sintió que
la sensación de ahogo se desvanecía y sus pulmones volvían a llenarse de aire,
fresco, vivificador. La tos desapareció. El dolor desapareció. Hasta el
cansancio desapareció. Se encontraba pletórica, tan viva y enérgica como
siempre.
El
dragón levantó la cabeza, se sentó sobre sus cuartos traseros y los miró
curioso. Era una mirada dulce, sin rastro de malicia.
La
joven se abrazó al cuello del kuort, restregando su frente contra su pelo
suave. Arrugó un poco la nariz. Ambos olían a sangre, a barro, a miedo. Necesitaban
un buen baño. Acto seguido, miró al dragón a los ojos.
-¡Gracias!-dijo, con voz clara.
…
y el dragón le contestó.