(Creado por Mónica y Noel)
En el
seno de un volcán, perdido más allá de la frontera del Confín del Mundo, oculto
durante milenios, dormía el mayor secreto de Sabira.
A cuatro
días de cabalgata de la Frontera existía una pequeña aldea, una de las tantas poblaciones que habían crecido al amparo
de las Atalayas, torres inmensas y antiquísimas, ya abandonadas, construidas en
la noche de los tiempos como puestos de vigilancia del Confín del Mundo, el
territorio de lo desconocido y lo salvaje. El territorio de las Bestias. El
mundo de los Dragones.
Pero
los antiguos terrores y las legendarias y sangrientas guerras habían ido
quedando olvidados con el paso de las eras, conforme las criaturas del Confín
del Mundo y los Naish empezaron a evitar el mutuo contacto. Exceptuando algún
Dragón solitario que aún habitaba remotos lugares del Sur, y algunas criaturas
marinas gigantes que ocasionalmente recorrían las enormes extensiones oceánicas
de Sabira, las Bestias y los Naish cada vez se habían aislado más unos de
otros, hasta que las primeras se habían convertido en meras leyendas.
Ahora,
las aldeas que crecieron a la sombra de las Atalayas, formadas por los descendientes
de las familias de los Vigilantes, vivían en paz sin preocuparse nunca de su
cercanía al Confín del Mundo, contando las antiguas leyendas y mitos a los más
pequeños y cuidando de sus tierras y sus bosques. No obstante, muy pocos se
aventuraban más allá de la Frontera, y sólo para buscar plantas medicinales, o
extraños minerales de la enorme zona volcánica más allá de los extensos bosques, con los que fabricar objetos y
comerciar.
Dada su
situación alejada de las costas, perdida en medio de las agrestes zonas
montañosas de la Cordillera Circumpolar, aquella aldea, Riakh, tenía que organizar caravanas de productos, a
lomos de los fuertes y dóciles kuorts, las lanudas cabalgaduras que eran las
únicas capaces de caminar y sobrevivir en aquellas frías y altas regiones. Se
organizaban dos caravanas al año, cada siete meses: una justo al final del
invierno, en la época de las Noches Estrelladas, que regresaba al principio del
verano; y la otra al finalizar el verano, en la época de las Noches Rojas, que
debía regresar justo antes de empezar el invierno y que los pasos de alta
montaña quedaran colapsados por las nevadas y las violentas ventiscas.
Riakh
recibía pocos forasteros dada su situación tan aislada. Pero los aldeanos,
lejos de ser recelosos y desconfiados, formaban una comunidad abierta, unida y
hospitalaria. Más que una aldea, parecía una gran familia… aunque de hecho, en
la mayoría de los casos así era.
Cada
año, justo al inicio de la primavera, tras partir la primera caravana hacia las
costas, los jóvenes de las aproximadamente cuarenta poblaciones desperdigadas
por la región, se reunían a la orilla del Lago de las Cien Cascadas, con el fin
de buscar pareja. Estaban prohibidos los matrimonios de conveniencia, pues los
Naish eran muy conscientes que sólo el amor podía guiar las vidas de las
familias.
Las parejas
que se formaban en las tres semanas que duraban los festejos de las Cien
Cascadas, debían escoger dónde vivir. Para que no hubiese conflictos por las
preferencias de los jóvenes, y para que las poblaciones se mezclasen lo más
posible, cada pareja depositaba una bola coloreada diferente en una bolsa azul.
Las aldeas hacían lo propio en una bolsa roja, cada bola representando a una de
las localidades. A continuación, cada pareja procedía a extraer una bola de cada
bolsa. Así, cada par de bolas decidía, completamente al azar, en qué población
viviría cada nueva pareja, durante el primer año de su relación. Si pasado ese
año, no se llevaban bien, podían romper su vínculo y volver a las Cien
Cascadas, a probar suerte de nuevo.
Las
chicas y los chicos no estaban obligados a asistir a los festejos de búsqueda
de pareja… pero tampoco estaba muy bien visto que, una vez alcanzada la mayoría
de edad, a los 14 años, algún joven no quisiese unirse a sus compañeros en el
lago.
E Iria
llevaba tres años negándose a asistir.
La
muchacha era huérfana, tras perder a sus padres en un trágico accidente en las
montañas, cuando era muy pequeña. La aldea al completo la había cuidado, tal y
como se venía haciendo desde siempre con los niños huérfanos.
Pero
Iria siempre había sido una chica distinta, especial. Inteligente, ingeniosa,
vivaz e inquieta, sus intereses siempre habían chocado con el resto de sus
compañeros. Dominada por una abrumadora curiosidad, siempre estaba metiendo las
narices dónde no la llamaban, leyendo, investigando, inventando extraños (y a
veces útiles) cachivaches y metiéndose en líos casi cada día.
Desde
pequeña, su pasión habían sido los dragones. Pero en los últimos años se había
convertido casi en una obsesión, causando no pocos problemas con el resto de
sus vecinos. Poseía la mayor colección de objetos y documentos relacionados con
los dragones de toda la región... lo cual tampoco era decir gran cosa, pues se
reducía a dos documentos originales y un diente, que no estaba claro si era
realmente de dragón. También poseía varias copias de su puño y letra de otros
documentos, algunas de ellas obtenidas de forma muy poco ortodoxa. Iria no
aceptaba un "no" por respuesta…
Desde
que cumplió la mayoría de edad y pudo disponer de los escasos ahorros que sus
padres le habían dejado tras su muerte, la chica había comprado un joven kuort
a un trashumante de una aldea vecina, y lo había criado con esmero. Lo llamó Sem.
El animal, vigoroso e inteligente, era su compañero inseparable. Iria pasaba la
mayor parte de los meses de buen tiempo viajando de aldea en aldea, buscando
cualquier relato, documento, objeto o posible resto de un dragón. Comerciaba
con sus propios productos del campo, con sus inventos y trastos varios… y con
plantas y minerales exóticos obtenidos furtivamente más allá de la Frontera.
El último
invierno tuvo un encuentro desagradable con una pequeña comitiva nómada, que
iba de aldea en aldea, por toda la región, comerciando y ofreciendo
espectáculos. La invitaron a su fuego para comer y empezaron a charlar, hasta
que empezó a caer la tarde. Decidió pasar la noche en su campamento, para estar
más segura. Iria se había convertido en una hermosa muchacha, grácil y esbelta,
con el cabello de un intenso rojo, recogido en la tradicional trenza larga, unos
enormes ojos dorados, rostro fino y ovalado salpicado por unas graciosas pecas alrededor de su nariz respingona, pómulos altos y labios delicados.
Y cuando llegó la noche, los nómadas, la tentaron con una supuesta cueva oculta
llena de huesos, dientes y escamas de dragón… a cambio de ciertos favores relacionados
con su belleza. Cuando, escandalizada por las lascivas proposiciones de los
tres hombres, se negó, intentaron abusar de ella. La chica no estaba
acostumbrada a que los adultos atacasen a los jóvenes, ni a que los hombres se
tomasen libertades con las mujeres sin su consentimiento.
Pero
Iria no era una muchacha indefensa. Sabía pelear muy bien. En la aldea, los
grupos de niños eran mixtos y se dividían en bandas rivales a la hora del
juego. Las chicas no solían estar en primera línea en las peleas a pedradas, en
las luchas con palos, en los juegos de atrapar la bandera, o en las bromas pesadas
que se hacían entre bandas. Las jóvenes solían ser la línea de defensa a
retaguardia, o las que se colaban furtivamente en el "territorio
enemigo", o las que atacaban a distancia.
Iria
no. Ella siempre iba al frente, desafiando a sus rivales y luchando fieramente
con ellos. Se había llevado muchas pedradas, muchos golpes y muchos hematomas.
Y también los había causado. En la aldea peleaban siempre a carcajada limpia.
No había odio, ni resentimiento. Sólo rivalidad y un poco de rudeza. Y la joven
había aprendido a luchar, a forcejear, a superar a rivales más fuertes con su
agilidad y astucia y a buscar los puntos débiles.
Aquel
entrenamiento con los demás niños le sirvió muy bien contra sus agresores,
consiguiendo tumbar dolorosamente a dos de ellos en un momento. Pero el tercero
no era un palurdo como los otros y sabía luchar. Pesaba casi el doble que Iria
y la muchacha apenas pudo mantener las distancias. Si encajaba un solo golpe de
aquél bestia, estaría perdida. El hombre consiguió acorralarla entre el
carromato, los kuorts y la pared de piedra. Iria, horrorizada, comprendió que
no tenía escapatoria. El hombre extendió sus manazas para agarrarla… y Sem, que
había visto a su amiga en peligro, le lanzó una coz devastadora que envió
volando al bastardo a varios metros de distancia. Quedó en el suelo, desmadejado
e inconsciente. Quizá muerto.
Iria,
muy nerviosa y respirando aceleradamente, había montado a Sem, tras darle las
gracias efusivamente, y habían cabalgado toda la noche hasta llegar a Fruendar,
la aldea más cercana a Riakh. A partir de aquél día tuvo mucho más cuidado con
las compañías que elegía. Sólo pasaba la noche en las aldeas o los campamentos
familiares nómadas. Y si la oscuridad la sorprendía por cualquier causa en los
caminos, prefería estar sola con Sem en algún escondrijo, que arriesgarse con
grupos de desconocidos.
Por lo
general, su vida transcurría a medio camino entre la tranquilidad más natural y
la adrenalina desenfrenada de los múltiples líos en que se metía. Pero un día
cometió un error tan grande que cambió por completo todo su futuro.
Su
obsesión por los dragones, que ya le había causado más de un problema con sus
vecinos, se extendía a su más notable característica: el vuelo. La joven no
paraba de inventar máquinas extravagantes y curiosas de todo tipo. Pero los
artilugios voladores eran su auténtica pasión… que normalmente acababan en
moretones, huesos rotos y daños materiales.
En
aquella ocasión en concreto, Iria había encontrado, casualmente, unos antiguos
manuscritos en los que había dibujos muy deteriorados de lo que parecía ser una
primitiva máquina voladora. Ella había experimentado con vuelo pasivo, tipo cometas
o paracaídas. Pero se empeñaba en imitar el vuelo de las aves con alas móviles,
y siempre fracasaba. Aquellos dibujos, no obstante, le revelaron una nueva
forma de afrontar el problema. Y, tras muchos esfuerzos, estaba a punto de
probar definitivamente su último diseño.
El
Experimento de Vuelo Cincuenta y Cuatro.
Era un modelo
de planeador de tela y madera de alas fijas, con una cola en cruz y un soporte
para que ella se colgase bajo el armazón. Había hecho varias pruebas
satisfactorias a baja altitud, y ya creía estar preparada para la prueba real.
Ayudada
por Sem, una mañana subió hasta el acantilado al norte de la aldea, que se
alzaba hasta la mitad de la altura de la Atalaya. Tras comprobar todas las
cuerdas, ataduras y telas, Iria respiró hondo, se ató al planeador y, con un
nudo de aprensión en la boca del estómago, saltó al vacío.
Tras
una breve caída, la aeronave se estabilizó enseguida en las corrientes
ascendentes, y flotó en el viento como una hoja recién caída de un árbol. Ella,
eufórica, gritó de placer. ¡Su invento funcionaba! ¡Estaba volando!
Inclinando
su cuerpo y moviendo los controles de las puntas de las alas y la cola, se
concentró en sentir el viento a su alrededor y sobre el aparato. Sólo tenía que
inclinar levemente el cuerpo a los lados, o tirar de la cuerda que movía arriba
y abajo la aleta horizontal de la cola, para maniobrar. El planeador respondía
suavemente y ella empezó a comprender cómo debía moverse con el viento. En
pocos minutos pasó de un vuelo tosco y desgarbado a maniobrar con relativa
elegancia y fluidez. Si practicaba varios días seguidos, estaba segura de que
acabaría volando con la habilidad de un ave.
Embriagada
por las intensas sensaciones del vuelo, las vistas y el placer, olvidó su
propia norma y perdió la noción del tiempo. Aquello sólo era una prueba, no un
vuelo completo. Pero se dejó llevar por las corrientes ascendentes provocadas
por el Sol que se elevaba en el cielo, ganando cada vez más altitud. Por
primera vez en su vida, pudo ver la plataforma superior de la Atalaya, con su
llama eterna. Sólo un reducidísimo grupo de personas tenía permiso para subir
allí, manteniendo la llama de los Vigilantes aunque hiciese siglos que se
habían extinguido. Era una tradición, y muy querida. Tanto como la inmensa
torre.
Iria
siguió ascendiendo, sintiéndose libre y plena como nunca en su vida. Sem, a
mucha distancia bajo ella, se asomaba al barranco, mugiendo de inquietud. Un
gran pájaro, un obbura, se acercó curioso, a ver qué era aquella extraña y
enorme criatura voladora que invadía su reino aéreo. Iria sintió un placer
delicioso al poder observar a la gran ave volando majestuosa a su lado. Tras
unos instantes, giró levemente el cuerpo, alejándose del obbura, y se dirigió
hacia la Atalaya, para poder verla mejor. Abajo, en la aldea, la gente empezó a
gritar, asombrada, al ver la aeronave que volaba sobre ellos. Sabían, sin ninguna
duda, que Iria era la responsable de aquel ingenio sorprendente.
Controlando
el vuelo del planeador, la joven rodeó la altísima cima de la torre un par de veces.
La mitad de la altura de la Atalaya estaba construida con gruesos sillares de
piedra caliza. Pero después, para aligerar la construcción y conseguir la
máxima altura, consistía en una recia estructura de la mejor madera de Sabira,
recubierta por fuera por grandes y delgadas losas de piedra, a fin de proteger
la madera de la intemperie. El centro de la torre era una aguja de piedra, alta
y delgada, con un pequeño canal en el centro, por el que subía el metano
natural que alimentaba la Llama Eterna, en la cúspide de la Atalaya. En la
cima, una terraza almenada de unos treinta metros de diámetro, decorada con
mosaicos de colores, remataba la inmensa torre. Iria pudo observar las tinas de
aceites especiales que los responsables de la Ceremonia de la Fundación, que
tendría lugar en un par de días, habían reunido ya en la cima para el
espectáculo de luces de cada año. Estaban cuidadosamente colocadas en un
costado, lejos del fuego.
Fascinada
por la Llama Eterna, intensamente azul, no reaccionó al sutil cambio de viento
que le llegó. Una violenta ráfaga, que ascendía por la cara norte de la
Atalaya, la pilló por sorpresa y desequilibró su aeroplano. Uno de los listones
de madera que soportaban la tensión del ala, agrietado desde el primer momento
de vuelo (y que, de haber seguido sus propias normas y vuelto al suelo
enseguida, habría detectado de inmediato), se quebró sonoramente y el ala se
dobló.
El
planeador empezó a caer en espiral sin control y se estrelló en la cima de la
torre. Iria, en el último momento, consiguió saltar y caer medianamente bien
sobre la dura piedra. La aeronave quedó desmadejada en el suelo de la cumbre,
con importantes daños.
La
joven iba a ponerse en pie cuando un golpe de viento arrastró el ligero
planeador… hacia la Llama Eterna.
Iria
corrió para evitar que el aparato se prendiese, pero una de las maderas
partidas se trabó entre dos losas de piedra y el planeador se levantó en el
aire, golpeando con la cola las tinas de aceite y volcando algunas de ellas. El
líquido inflamable, de varios colores, formó un gran charco que se extendió por
la terraza, filtrándose entre las losas de piedra y chorreando por la
estructura de madera, torre abajo. El ala derecha quedó peligrosamente cerca
del fuego. Iria sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca. Desesperada,
trató de moverlo y apartarlo de la llama, pero estaba atascado. Entonces,
corrió hacia uno de los depósitos de agua, para llenar un cubo y empapar el
planeador antes de que prendiese.
Pero
sólo pudo ver, impotente, cómo el fuego incendiaba la tela encerada del ala y
se propagaba rápidamente por la estructura de madera. Varios trozos de tela
ardiente cayeron al suelo y prendieron el aceite. Una furiosa llamarada de
diferentes colores se propagó en un latido por el charco inflamable, hasta las
tinas, que estallaron violentamente. Un vendaval abrasador lanzó a Iria contra
las almenas y le robó el aire de los pulmones. Aturdida y llorosa, trató de
recobrar el aliento, mientras veía desesperada cómo la cima de la Atalaya ardía
sin remedio.
Se puso
en pie a duras penas y rompió a patadas los tapones de los depósitos de agua,
con la esperanza de que ésta anegase el fuego y evitase el desastre. Pero ya
era tarde. No había suficiente agua y, además, el aceite ardiente flotaba sobre
ella.
La
Atalaya, que había soportado siglos de batallas, tormentas, ventiscas, nevadas
y vendavales, estaba condenada.
Iria,
llorando amargamente, cayó al suelo, decidida a dejarse llevar por las llamas
que había provocado por su inconsciencia. Había cometido el peor pecado posible
contra la aldea en sí: destruir la Atalaya.
El mar
de llamas se acercó a ella, consumiendo las vigas de madera bajo la estructura.
Las losas de piedra empezaron a caer al vacío y la terraza se desmoronó,
empezando por el centro.
Entonces,
su instinto de supervivencia se impuso y, aterrorizada por el fuego y la mortal
sima que se abría a sus pies, saltó hacia el borde de la inmensa torre. Ante
ella, una caída de cientos de metros. Tras ella, un infierno y un abismo
ardiente. En apenas un segundo, su mente registró que estaba en la cara norte,
cubierta de musgo, y que la pared de la torre no era recta, sino que describía
una progresiva curva hacia afuera, pues la base era unas cinco veces más ancha
que la cima.
Si
saltaba, tenía una oportunidad de sobrevivir, resbalando por la húmeda pared
hasta el suelo. Sería un fuerte impacto, pero tenía muchas más posibilidades
que dejándose caer por el centro de la torre, en una marea de roca y fuego.
Respiró
profundamente y, justo cuando sentía ya las llamas lamiendo sus pantorrillas,
saltó al vacío.
No pudo
evitar aullar de terror.
* * * * *
Su
mente era un torbellino de miedo, vacío y dolor. Se sentía caer por un pozo de
piedra, sin fondo, de cuyas paredes emanaban inmensas llamaradas. Caía
golpeándose por las paredes y sentía sus huesos crujir, partiéndose dentro de
ella. Y las llamaradas la quemaban sin piedad. Oleadas de horrible dolor
sacudían su cuerpo mientras seguía cayendo, cayendo, cayendo sin fin, sufriendo
sin fin…
Despertó
chillando y miró con ojos desorbitados a su alrededor.
No
había fuego. No había roca. No caía. Pero sí había dolor. Mucho dolor.
Estaba
en una habitación de madera, medio incorporada en una cama mullida, con
vendajes por todo el cuerpo. Olía a madera, medicinas y comida. Oyó un ruido a
su izquierda, y la puerta de la habitación se abrió.
Entró
el médico de la aldea, con una expresión preocupada en su rostro.
Iria se
tumbó en la cama, haciendo muecas de dolor. Por los vendajes y los
entablillamientos, estaba segura de que tenía fracturas en brazos y piernas, y
alguna costilla rota también.
Pero
Magón, el médico, la tranquilizó. Tenía magulladuras y grandes moretones por
todo el cuerpo, abrasiones en la piel por el roce contra la roca de la torre,
quemaduras leves, hinchazones y cortes. Además, una costilla fisurada y el
radio del brazo izquierdo roto limpiamente. Magón ya había colocado en su
sitio, mientras estaba inconsciente, el hombro dislocado.
En dos
o tres semanas estaría perfectamente sana.
Ella
preguntó por la Atalaya… y al ver la mirada de pesar del médico, supo que sus
días en la aldea estaban contados. Afortunadamente, la única persona herida
había sido ella. Pero para la gente de la aldea, Iria había muerto. No le
volverían a dirigir la palabra, ni a mirarla. Era una paria. Sólo la compasión había
evitado que la echasen de Riakh en su estado. Pero, en cuanto estuviera curada,
el Consejo la expulsaría para siempre. Durante toda su vida habían aguantado
sus excentricidades, con una mezcla de paciencia y diversión. Pero destruir la
Atalaya, aún por accidente, era más de lo que nadie en la aldea estaba
dispuesto a tolerar.
Sintió
su corazón latir desbocado en su pecho. Su hogar, todo su mundo, toda la gente
que conocía… perdidos. Una lágrima rodó por su mejilla, quemándole más que el fuego
que casi la engulle, mientras sentía su alma atrapada en un bloque de hielo.
Así,
debatiéndose entre la resignación y la desesperanza, Iria vio cómo iban pasando
sus últimas semanas en la aldea que la vio nacer. Nadie, salvo Magón, acudió a
su lecho. De vez en cuando, alguna noche, escuchaba algún grito insultándola, pero
jamás vio a nadie al otro lado de la ventana.
Bajo
los cuidados del médico, y gracias a su propia fortaleza física, la joven se
curó rápidamente de sus heridas. Apenas tres semanas después del incidente,
Iria estaba lo suficientemente recuperada para enfrentarse al Consejo. Aún
tenía algunos vendajes, pero su estado general era bueno. Así pues, una tarde
aparecieron un par de hombres en la casa de Magón. Ella estaba sentada a la
mesa, leyendo algo que él le había dejado, cuando entraron.
Ambos
hombres la miraron con expresión dura, hostil. Sólo uno le dirigió la palabra,
un escueto y amenazante: "Ven".
Ella sintió
su corazón saltar en su pecho, pero no quiso dejar entrever el estado de
nerviosismo en que se encontraba, y les dedicó su expresión más insolente. Pudo
ver que ambos enrojecían de furia, pero no dijeron ni hicieron nada más.
Simplemente se apartaron a ambos lados de la puerta, indicando claramente que
debía salir de allí ya.
Cojeando
ligeramente, pero tan erguida como le fue posible, atravesó el umbral, seguida
por Magón y los dos aldeanos. Para dejar claro que no pensaba dejar que nadie ni
nada la intimidase, dejó su soberbia melena roja completamente suelta, exceptuando los dos mechones que quedaban a los lados de su suave pero firme rostro, que mantuvo sujetos detrás de su cabeza con el cordel ceremonial. Así caminó con un peinado totalmente diferente pero bien sencillo, sin la
tradicional trenza que las mujeres solteras solían llevar cuando salían a la
calle. El viento suave elevó su cabello tras ella, como una silenciosa
llamarada.
El
trayecto hasta la plaza central de la aldea fue corto. Todo el pueblo estaba
allí, mirándola severamente. Sorprendida, también vio miradas de angustia… angustia
por ella.
Se
situó en el centro de la plaza. Ante ella, los tres miembros del Consejo de la
Aldea. El proceso fue rápido. Leyeron los cargos y la sentencia fue inmediata:
destierro de por vida. Uno de ellos, el Más Anciano, se acercó con un pequeño cuchillo en la mano. Iria palideció de tristeza, pero encajó la condena con
dignidad. El Más Anciano pasó sus brazos alrededor de la cabeza de la joven y cortó el cordel ceremonial que sujetaba sus dos mechones, dejando que la fabulosa melena intensamente carmesí quedase completamente suelta por primera vez en años, a la vista de todos. Esos mechones se derramaron como fuego por encima del cabello que ya lucía libre, hasta retomar su lugar al lado de los pómulos de Iria. Con aquello, el destierro quedaba sellado. Ya no pertenecía a Riakh. Por supuesto, ella ya se lo esperaba, y había dedicado el tiempo de su juicio más a pensar en
cómo sobrevivir de allí en adelante, que en lamentarse por lo que ya no podía
cambiar. Pero el corte del cordel clavó una dolorosa y agónica aguja de vacío en su corazón.
A su
derecha, en la calle que bajaba hacia la puerta sur, se abrió el grupo de
gente. Allí estaba Sem con dos alforjas con todos los pertrechos personales que
poseía. Con lo poco que poseía. Incluso el escaso dinero que tenía estaba allí.
La casa y lo que no se podía llevar quedarían a disposición de la aldea.
Tras
unos segundos tratando de contener las lágrimas, Iria, como una autómata,
empezó a caminar hacia su fiel amigo Sem. Atrás quedaba todo cuanto había
amado, todo cuanto había representado familiaridad y seguridad para ella.
Nuevamente se sorprendió al escuchar ahogados sollozos. No todo el mundo estaba
tan enfadado con ella, al fin y al cabo. Eso confortó un poco su alma.
Oyó un
rumor a su espalda y se giró. Ya sabía qué encontraría: todos los aldeanos le
daban la espalda. Llegó hasta el kuort, lo acarició con dulzura y dio un paso
hacia la puerta. El animal no necesitaba ninguna rienda para seguirla y caminó
pausadamente a su lado. Sólo se oía el viento entre las calles.
Justo
al llegar bajo el arco de la puerta, un grito rompió el silencio sepulcral.
Alguien había gritado su nombre, con sincera angustia. Se giró en el acto, y
vio a Galia, su mejor amiga de siempre, que corría hacia ella. Había roto el
protocolo por completo, pero Galia era como ella. No le importaban las
tradiciones, sino lo que era justo de verdad. Iria debía ser castigada, pero
tampoco era una asesina, ni una criminal malvada. Sólo era alguien que había
cometido un tremendo error. No merecía ser repudiada como una alimaña.
Por
ello, mientras estaba de espaldas, todo su ser se había rebelado contra las
tradiciones, incapaz de ignorar a su mejor amiga, sin siquiera dedicarle una
palabra de ánimo. Así, se giró y, haciendo caso omiso de las miradas y gestos
reprobatorios de los demás, corrió hacia ella, llorando lágrimas amargas.
Iria,
estupefacta, se quedó plantada bajo la puerta. Galia se tiró sobre ella y se
fundieron en un emotivo e intenso abrazo, ambas arrasadas en llanto.
Se
miraron intensamente a los ojos, entendiéndose perfectamente sin decir palabra.
Al separarse, Galia le acarició la mejilla y le dedicó un sincero:
"Cuídate mucho". Iria asintió emocionada, le estrechó la mano, se dio la
vuelta…
… y
abandonó Riakh para siempre, con el corazón encogido de tristeza.
Se agachó
precipitadamente tras la roca. Sem estaba acurrucado, temblando. Oyó el siseo
de las enormes alas en algún lugar a la derecha, al pasar sobre ellos, pero los
árboles le tapaban la visión. Acarició a Sem con cariño, mientras agudizaba la
vista, tratando de encontrar a su perseguidor.
Aquél bicho
llevaba tres días tras ellos, y sólo la densidad del bosque los había salvado.
Iria no tenía armas, más allá de su confiable cuchillo de monte y algunas
piedras a su alrededor. Ni arco, ni flechas, ni jabalinas, ni una triste honda.
Tomó nota mentalmente que, cuando volviese a cruzar la Frontera para vender los
tesoros que consiguiese en el Confín del Mundo, con el dinero compraría
algún arma de largo alcance, para protegerse de ataques de ese tipo.
Era la cuarta
vez que se internaba en las regiones prohibidas desde que abandonase Riakh para
siempre, tres meses atrás. Debía sobrevivir por sus propios medios, siendo como
era ahora una paria sin aldea ni hogar. No le preocupó mucho, en verdad, pues
ya estaba acostumbrada a valerse por sí misma desde hacía años. Y a merodear
por el Confín del Mundo, burlando sus múltiples peligros, también.
Pero nunca se
había encontrado con una criatura como aquella. Por viejos manuscritos, sabía
que se trataba de un Maldan, una enorme y poderosa ave carnívora, capaz de
elevar a un hombre fornido en el aire, o destrozar un cráneo de un picotazo.
Normalmente no se encontraban tan al Sur, y nunca se había tenido que enfrentar
a ellas. Sabía que había varias especies de grandes aves depredadoras, la
mayoría de las cuales perseguían a sus presas a la carrera. Pero aquella,
aunque más pequeña que sus parientes corredoras, podía volar, lo que la
convertía en un enemigo formidable.
Con las aves
corredoras ya se había enfrentado antes. Eran muy veloces, inteligentes y
peligrosas, pero si se les plantaba cara sin mostrar temor, vacilaban. Si,
además, se les atacaba con algo arrojadizo, solían escapar o mantener las
distancias. Y si tenías fuego a mano, no volvía a molestarte.
Pero el maldan
era distinto. Hacía tres días que los había descubierto e Iria actuó en
principio como con sus parientes no voladores. Pero no funcionó. Con aquel
animal, no. Sólo un afortunado golpe con un palo en la cabeza y una huída
rápida hacia la espesura les salvó de su ataque. Sin embargo, al contrario que
otros depredadores, no se había rendido y los acosaba sin tregua desde
entonces.
Iria estaba muy
molesta. Apenas podía dormir, Sem estaba muy nervioso y costaba mucho
controlarlo, no podía cazar… y no podían volver a la Frontera sin ponerse al
descubierto, pues entre ésta y el bosque se extendía una llanura herbosa de un
par de kilómetros. Sem nunca podría correr más que su veloz enemigo aéreo.
Necesitaba algo
para mantener a raya a aquel bicho, que no se asustaba ante las piedras, los
gritos, los palos ni el fuego. El sonido de las enormes alas, de más de ocho
metros de envergadura, sobre su cabeza la sobresaltó. Percibió una fugaz sombra
en la luz menguante del atardecer. Golpeó la roca con el puño, irritada. De
momento, parecía no haberlos descubierto, pero estaba claro que sabía
perfectamente en qué zona estaban y la patrullaba sin compasión.
Inspiró hondo y
tomó una decisión. Aquella situación no podía durar más. No podían estar
escondidos para siempre. Al día siguiente se enfrentaría al maldan y se
resolvería el conflicto, de una forma u otra. Ella era mucho más inteligente
que aquel animal. Tendría que sacar partido de ello.
Pero aún así,
vacilaba. No le hacía ninguna gracia matar a una criatura tan magnífica. De
hecho, aborrecía matar y sólo lo hacía por necesidad, para comer. Sin embargo,
el maldan no cejaría en su empeño hasta estar muerto o incapacitado… o hasta
devorarlos a ellos. Era morir, o matar. Por más vueltas que le daba, no veía
otra solución.
Así, abandonó
la protección de las rocas que los cobijaban. Sem protestó, pero ella lo
tranquilizó con voz dulce y calmada. Era casi de noche, pero estaban en la
estación de las Noches Rojas, y el pequeño y lejano Sol Rojo arrojaba la
suficiente luz sobre Sabira como para que Iria caminase entre los árboles y las
rocas con soltura. Lamentablemente, eso significaba que el maldan podría verla
sin ninguna dificultad.
Tras una corta
búsqueda encontró lo que buscaba: un grupito de árboles-lanza. Medían apenas
tres metros de altura, con una pequeña copa en forma de sombrero de seta, de
pequeñas hojas prietas y erizadas de pinchos. Sus troncos, finos y
extraordinariamente rectos, estaban formados por una madera flexible y ligera.
Los Naish los solían talar para fabricar armas de toda índole, preferentemente
lanzas. Pero también eran muy buenos para los arcos. Y las fina ramitas de
aproximadamente un metro, también completamente rectas, eran perfectas para
fabricar flechas.
Construir un
arco le habría llevado demasiado tiempo, y tampoco tenía los materiales
necesarios. Pero podría fabricar cinco o seis jabalinas, afilando las puntas
con el cuchillo y endureciéndolas al fuego.
Recordó los
consejos de los maestros de Riakh, con una punzada de nostalgia. Los
árboles-lanza, si se cortaban correctamente, en dos o tres meses volvían a
crecer hasta su talla original. Se acercó a uno y localizó el rosario de
gruesos nudos que separaban la raíz del tronco recto. Contó cuatro desde la
base y cortó justo por en medio de éste y el siguiente, en diagonal. Luego
hundió el cuchillo en el tocón que quedó y trazó una cruz en él, depositando a
continuación un poco de agua en la herida. Satisfecha, repitió la operación ocho veces más.
Después, cortó
el final del tronco, justo desde dónde nacían todas las ramitas radialmente,
ató los nueve tronquitos y los arrastró hacia la covacha de rocas donde la
esperaba Sem. En todo el rato no quitó ojo del cielo. Estaba cansada, pero se
puso manos a la obra enseguida. Se notaba algo torpe tras tres días sin apenas
dormir. Aún así, encendió un pequeño y discreto fuego, y en una hora tuvo nueve
ligeras y mortíferas jabalinas de punta afilada a sus pies.
Se preparó para
otra noche de insomnio.
* * * * *
Apenas despuntó
el Sol, Iria levantó la mirada. Durante la noche, el maldan no les había
molestado, pero su instinto le decía que estaba muy cerca de allí. Sem ya
estaba muy nervioso tras tantos días de práctica inmovilidad, y le costó
bastante calmarlo.
Con gran
precacución, la joven caminó al amparo de los árboles, buscando un claro
pequeño en el que el maldan no tuviese mucho espacio para maniobrar. Encontró
un pequeño arroyuelo de aguas cristalinas y gimió de alivio.
Tanto Sem como ella necesitaban agua urgentemente. Siguió el arroyo, pues sabía
que en algún lugar habría un claro. Apenas diez minutos después lo encontró,
provocado por la caída, hacía tiempo, de un enorme árbol. Y encontró otra cosa
inesperada, en los árboles al otro lado del claro: Lazos del Ahorcado. Ladeó la
cabeza, entornando los ojos, mientras el viento hacía ondear su preciosa melena
a su alrededor. Rápidamente, se hizo una gruesa cola con varias atadas. Si iba a luchar, no
podía tener el pelo suelto, dispuesto a engancharse en cualquier sitio.
Recordó que los
Lazos del Ahorcado eran un tipo de liana que reaccionaba al contacto. A lo
largo de la liana, en pequeños nódulos, había una serie de pelos que, al ser
rozados, provocaban una respuesta de la planta, que empezaba a retorcerse sobre
sí misma, enredando en sus fuertes nudos a cualquier cosa que la tocase. Y se
apretaban más contra más luchaba la presa. Eran parte de una planta carnívora
parásita de los árboles, cuyo "estómago" consistía en una especie de enorme
flor correosa que se abría en cinco pétalos gruesos y carnosos. Las lianas
salían directamente de aquella especie de boca vegetal, y arrastraban a ella lo
que hubiesen capturado. Normalmente capturaban animales pequeños o medianos, y a
un Naish no habrían podido alzarlo, pero podrían inmovilizarlo con fuerza o,
incluso ahogarlo si se enredaban en el cuello. De ahí el sobrenombre de
"del Ahorcado".
Además, solían
ser plantas solitarias… y allí había tres en la misma rama de un árbol
gigantesco. Una idea empezó a formarse en su cabeza.
Corrió hacia
los Lazos y empezó a cortar arbustos, con mucho cuidado de no tocar aquellas
traicioneras enredaderas. En pocos minutos formó un muro de arbustos, con un
agujero en el centro. Clavó dos jabalinas en los cuatro extremos del claro, y se
quedó la última. En la otra mano empuñó el cuchillo, se situó unos cuatro
metros por delante del muro de arbustos que acababa de crear… y chilló con
todas sus fuerzas.
Apenas unos
momentos después el maldan apareció, sobrevolando majestuoso y terrible el
claro. Era una criatura extraordinaria, que rivalizaba en imponencia incluso
con los dragones, excepto con los más viejos y grandes. De hecho había relatos
en los que un maldan había conseguido matar a algún dragón. Nunca lo había
creído, hasta que lo vio sobrevolándola. Sus enormes alas batieron dos veces y
el animal se precipitó hacia el claro, aterrizando con agilidad a apenas siete
metros de ella. Los enormes ojos amarillos del ave se clavaron en los suyos,
con una mirada que la estremeció. El animal la consideraba su presa y ella pudo
sentir sus ganas de devorarla hasta los huesos. El maldan abrió el terrible
pico curvo y chilló, agachando la cabeza y abriendo un poco las alas. Entonces
dio un paso hacia ella. Iria no se movió, le chilló a su vez y enarboló la
jabalina en la mano derecha. El ave miró aquel palo, sin intuir su
verdadero peligro. Consciente de sus rápidos reflejos y su fuerza despiadada,
sintió algo parecido al desprecio, una especie de nebulosa diversión ante el
patético intento de su presa de intimidarle.
Flexionó un
poco los músculos de las patas y agachó un poco más la cabeza, con la fría
mirada clavada en la joven, como si fuese a saltarle encima. Iria le respondió
con la misma expresión helada brillando en sus ojos dorados y, en un fugaz
movimiento, echó el brazo atrás y disparó la jabalina.
El maldan, que
jamás se había enfrentado a los Naish, no esperaba aquél movimiento y tardó una
fracción de segundo en reaccionar. Lo suficiente para que la lanza, dirigida
con fuerza y precisión, se clavase profundamente en su muslo izquierdo.
Sorprendida, el ave chilló de dolor y se irguió, desplegando su imponente
envergadura. Una parte del cerebro de la chica no pudo dejar de maravillarse
por los colores irisados de sus plumas y la magnífica visión de aquellas alas
de cuatro metros cada una, extendidas en toda su longitud.
Rápidamente
cogió una segunda jabalina y se puso en posición de ataque. Podría haber matado
al ave, apuntando directamente al pecho, pero reacia a matar, prefirió lanzarle
una dolorosa advertencia: "No soy tu
presa, soy un cazador mucho más peligroso de lo que te conviene. Lárgate".
El maldan la miró con tal furia y malicia que Iria no pudo evitar estremecerse.
El vello se le puso de punta en todo el cuerpo. Seguro que apestaba a miedo.
El animal giró
el cuello, atrapó la lanza en su fuerte pico y, de un seco tirón, se la
arrancó, volviendo a chillar de dolor. Un borbotón de sangre le bajó por la
pata. Cerró el pico con violencia y partió la lanza como si fuese una ramita.
Cojeando ligeramente, se acercó a ella. Pero Iria comprobó que se había vuelto
mucho más prudente. Ya no se movía con aquella seguridad y suficiencia. Acababa
de aprender que su presa podía morder y, además, hacerlo a distancia. Y ahora
tenía otro largo diente en la mano, dispuesta a lanzárselo.
Ella,
contrariada, comprendió que el animal no pretendía abandonar la caza. Había
albergado la esperanza de que, al ser herido de aquella manera, el maldan se
largaría. Pero, al parecer, era más insistente de lo que ella había pensado.
El ave saltó de
repente hacia adelante, sorprendiéndola. Ella, instintivamente, disparó la
jabalina, pero el animal se agachó, veloz como el rayo, y la lanza apenas le
rozó el borde del ala, cayendo inofensivamente unos metros más allá. Iria cogió
la última jabalina en la mano derecha y el cuchillo en la izquierda. El maldan,
a apenas un metro, lanzó un letal picotazo en su dirección, pero la joven le
propinó un fuerte golpe en el costado de la cabeza con la lanza, justo sobre el
ojo, y le desvió la cabeza. No tenía espacio para disparar la jabalina, y no
podía acercarse a aquél pico mortífero con sólo un cuchillo, así que optó por
usar su as en la manga.
Corrió hacia atrás y se metió en la abertura que había
construido con los arbustos. Sintió el aliento del ave en su nuca y el
chasquido de su pico cerrándose a unos centímetros de su hombro. Entró entre
los arbustos como una exhalación, saltando hacia adelante y rodando sobre el
suelo con una ágil voltereta. Se dio la vuelta inmediatamente, clavó el extremo
trasero de la lanza en el suelo y esperó la acometida del maldan. Una fracción
de segundo después, el ave penetró violentamente en los arbustos tras ella, en
una explosión de hojas y ramas… arrollando todos los Lazos del Ahorcado que
tenía delante y que no había visto. Las plantas, ante aquella brusca
perturbación, reaccionaron con igual violencia, enroscándose alrededor del
maldan en centésimas de segundo.
El animal, todavía ignorante del auténtico
peligro que se cernía sobre él, se debatió furiosamente, lo cual sólo empeoró
su situación, porque las lianas de las tres plantas se apretaron con tanta
fuerza que el maldan empezó a tener problemas para respirar. Sus alas estaban
rodeadas de lazos y las plumas se retorcían en todas direcciones. Otras
enredaderas se habían arremolinado en sus patas y ascendían por su cuerpo,
rodeándolo cada vez con más fuerza. Y unas cuantas más se enredaron en su largo
cuello. El ave, comprendiendo de pronto su situación, lanzó picotazos desesperados
y logró cortar dos lianas. Pero éstas aún se apretaron más, estirando de tres
direcciones distintas, inmovilizando sus terribles garras y su enorme pico. El
maldan estaba inmovilizado y a su merced.
Era demasiado
grande para que ni siquiera las fuerzas combinadas de las tres plantas lo
alzasen hasta la rama. Y tampoco cabría en ninguna de las "bocas".
Pero si moría allí, cuando empezase a descomponerse las lianas penetrarían la
carne y absorberían todos los nutrientes de su cuerpo. En unos días sólo quedarían
huesos limpios.
Jadeando, el
ave dejó de luchar y quedó tendida en el suelo, de cualquier manera. Miró a
Iria con el ojo izquierdo, con rencor y miedo. Ella avanzó dos pasos, con la
jabalina en la mano. Sabía que el ave moriría allí, de hambre y sed, porque un
Lazo del Ahorcado jamás soltaba a su
presa. Cualquier movimiento sólo apretaba más la trampa. Supo que tendría que
matarla para evitarle más sufrimiento.
Así, agarró la
lanza con las dos manos, la levantó por encima de su cabeza, apuntando el afilado
extremo al pecho del ave y… y…
El animal la
miró con resignación. Se sabía muerto. Había perdido. Dejó de luchar y esperó
su destino con dignidad.
Pero Iria
seguía vacilando. Aquella mirada de abandono era más de lo que podía soportar.
Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Su sentido común y su instinto de supervivencia le gritaban: "¡Hazlo!", pero su cuerpo no
respondía. Sentía los músculos de sus brazos y espalda tensos, dispuestos a
asestar el golpe mortal, pero no obedecían la señal nerviosa de su cerebro.
Iria chilló y levantó más la lanza. El ave cerró los ojos. La bajó con todas
sus fuerzas… pero se detuvo a centímetros de las plumas. Lloró aún más fuerte,
sollozando agitada. No podía. No podía hacer aquello. Alzó la cabeza al cielo,
gritó con toda su alma y cayó al suelo de rodillas. La
lanza quedó en el suelo, a su lado, inofensiva. El maldan la miró profundamente confuso y sorprendido.
Estuvo
arrodillada ante su enemigo unos minutos, llorando amargamente. Llorando por lo
que había estado a punto de hacer. Al poco, se enjugó las lágrimas, sorbió por
la nariz un par de veces y, mirando al animal a los ojos, con una compasión
arrebatadora, se puso de pie. Se apartó un poco, recogió varias ramitas secas
y, con la yesca y el pedernal, encendió un pequeño fuego. Cogió una rama más
gruesa, se arrancó un trozo de tela de la camisa bajo la gruesa chaqueta, la
enredó en la rama y la cubrió de resina de uno de los árboles cercanos.
Entonces, acercó la improvisada antorcha al fuego y ésta prendió vivamente.
Caminó hacia los Lazos del Ahorcado y, metódicamente, acercó la llama a cada
uno de ellos. Era lo único que podía deshacer el letal nudo vegetal. Ante el
fuego, los Lazos se aflojaban en el acto y se recogían en un destello fugaz
dentro de la "boca", que era incombustible. Así se protegían de los
ocasionales incendios forestales.
En menos de un
minuto, todas las lianas habían desaparecido y el ave era libre. Iria volvió a
agarrar la jabalina y esperó. El maldan levantó la cabeza, mirándola de una
forma extraña. Una mirada limpia de cualquier ansia depredadora. Sin rencor, ni
odio, ni furia. Una mirada como ella nunca había visto en ninguna otra
criatura. Se levantó trabajosamente, respirando con dificultad. Se puso
completamente en pie, se arregló las plumas un par de minutos y volvió a
mirarla fijamente, los dos inmóviles frente a frente. Entonces, el animal se
dio la vuelta y salió al claro. Caminó cojeando levemente hasta el centro.
Estiró las imponentes alas y las batió tres o cuatro veces, como asegurándose
que funcionaban como debían. Entonces, giró el largo cuello, la miró de nuevo,
saltó un poco en el aire y, en dos o tres batidas de alas se elevó en el cielo.
En un instante desapareció.
Iria,
asombrada, se quedó plantada dónde estaba. Aquella mirada la había conmovido de
una forma especial y sintió su corazón agitándose en su pecho con fuerza. Un
torrente de excitación la invadió y, eufórica, se puso a saltar y a chillar. Se
sentía pletórica, feliz, llena de vida. No pudo evitar reír como una loca,
hasta que le dolió el estómago. Se arrodilló en la hierba, abrazándose a sí
misma, y lloró sin contenerse, feliz.
* * * * *
Cuando Sem la
vio regresar, saltó fuera del refugio de piedra. Había estado muy nervioso y
muy preocupado. Algo en la forma de caminar y moverse de su amiga lo convenció
de que el peligro había pasado. Galopó hacia ella alzando la cola, muy contento
de verla de nuevo. Iria, al verlo, corrió hacia él y se abrazó a su cuello. Sem
se puso a darle efusivos lametazos y frotó su cabeza contra ella, y ella lo acarició
y le rascó detrás de las orejas.
Se
aprovisionaron tanto como pudieron de agua y comida, y se pusieron de nuevo en
marcha hacia la región volcánica. Iria necesitaba los raros minerales y sustancias
que allí abundaban, para poder comerciar en las aldeas. Nunca había entrado
realmente en las llanuras volcánicas del Confín del Mundo, sino que había
patrullado furtivamente sus fronteras, arañando apenas las riquezas de aquel
lugar. Las Llanuras de Fuego eran un lugar muy peligroso. Todo el Confín del
Mundo lo era. El maldan y los Lazos del Ahorcado sólo eran una pequeñísima
muestra de los riesgos que afrontaban en aquel territorio, salvajemente bello.
Salvajemente letal. Había criaturas gigantescas, plantas terroríficas,
depredadores mortiferos, seres venenosos… y dragones. Hacía siglos que nadie en
las aldeas veía uno, por lo que ya apenas eran leyendas… pero no conviene ignorar
las leyendas.
Junto a los
peligros vivos, estaban los riesgos geográficos, pues en los inmensos bosques
del Confín era facilísimo perder la orientación. Las brújulas apenas servían,
pues las zonas volcánicas, ricas en hierro y metales magnéticos, las hacían
inservibles. Sólo un muy buen sentido de la orientación podía sacarle a uno de
aquel gigantesco laberinto verde. Todo ello aderezado por la inestabilidad
sísmica de la región, que en cualquier momento podía abrir el suelo bajo tus
pies y lanzarte a una sima ardiente, o asfixiarte con gas venenoso. Pero,
precisamente por esas características, era la región más bella, fascinante y
salvaje del mundo.
Y, a mayor
riesgo, mayor recompensa. Iria estaba decidida, en aquella ocasión, a
adentrarse en las Llanuras de Fuego. Desterrada como estaba, ya no tenía que
rendir cuentas a nadie, ni afrontar la responsabilidad de representar a nadie.
Sólo dependía de ella misma y sólo a ella le importaba lo que hiciese. Era el
momento de labrarse un nombre que todos recordasen, que todos admirasen. De
convertirse en su propia leyenda.
No tenía ni la
más remota idea en aquél momento de cuán cierto iba a ser eso…
Avanzaron
durante tres días, siguiendo sendas de animales entre la espesura, sin alejarse
mucho de los cursos de agua, levantando mapas de lugares inexplorados unas
veces, y encontrando leves rastros de presencia Naish, la mayor parte de ellos,
de gran antigüedad.
El camino fue
relativamente tranquilo. Exceptuando un pequeño terremoto que lanzó unas rocas
montaña abajo (que lograron esquivar sin problemas), un pantano que dejaba
escapar nubes de gas asfixiante (que, gracias al olfato de Sem, evitaron a
tiempo), y un intento de ataque de unos pequeños depredadores que cazaban en
manada (que Iria alejó enseguida con fuego), no tuvieron grandes problemas.
Incluso los insectos escaseaban en aquellas frías latitudes, al contrario que
en las selvas del Sur, cerca del océano, en las que las nubes de mosquitos y
demás bichos chupadores de sangre podían oscurecer el Sol… y a una persona.
Casi prefería
enfrentarse a un gran depredador, que a un millar de mosquitos salvajes…
Por fin,
llegaron a un acantilado en el que el bosque desaparecía abruptamente.
Doscientos metros más abajo, imponentes, dolorosamente hermosas, se extendían a
sus pies las Llanuras de Fuego.
Siempre le
sorprendía que, a pesar de su nombre, fuese un lugar tan exhuberante y lleno de
vida. El término hacía pensar en una vastedad desértica, abrasada, recorrida
por ríos de lava. Pero, exceptuando los alrededores de los volcanes activos,
era una hermosa llanura de hierba alta que se perdía de vista en todas
direcciones, interrumpida aquí y allá por los numerosos y caudalosos ríos que,
como cintas de plata, la atravesaban, y por las moles de los volcanes que
surgían de ella como hongos. En algunos puntos, los volcanes en erupción
constante vomitaban ríos y cascadas de brillante lava, que fluían ladera abajo
hasta expandirse en los llanos a sus pies, creando lagos de roca fundida que
sólo se detenían ante las corrientes de agua, en una lucha eterna de elementos.
Inmensos penachos de ceniza y gases se elevaban kilómetros en el cielo prístino
y de un azul profundo. Nubes de vapor de intensa blancura ascendían desde los
lugares en que fuego y agua batallaban a muerte. Y, como telón de fondo de toda
aquella belleza, el interminable manto verde esmeralda de las praderas,
cubriendo el mundo de horizonte a horizonte. Sólo la muralla de hielo de tres
kilómetros de altura del Casquete Polar, al Norte, y la Cordillera Circumpolar,
en la que se encontraban en esos momentos, al Sur, limitaban la expansión de
las gigantescas praderas.
Era más de
mediodía, y acamparon allí mismo, al abrigo de un enorme árbol, cuyas inmensas
raíces en forma de cortinajes, proporcionaban un refugio seguro. Iria montó el
campamento entre dos de ellas que miraban hacia las Llanuras de Fuego, encendió
una hoguera enfrente y, contemplando las extraordinarias vistas, se durmieron
juntos, ella acurrucada en el regazo cálido y suave de Sem.